En una de las aceras del Centro de Salud caspolino todavía se puede leer en su solado «Mosáicos Castillón – Caspe». Ver esta muy bien conservada baldosa publicitaria de la fábrica de Tomàs Castillón Albareda, a la que podríamos añadir, las que todavía puedan quedar de la, también fábrica de azulejos y pretendados de hormigón de Vicente Olona, me ha hecho pensar en que en un tiempo pasado, y hasta cuando yo era niño, en Caspe había pequeñas industrias familiares que surtían, con los diversos productos locales que fabricaban, a un más o menos amplio espacio geográfico, sobre todo del Bajo Aragón, al que Caspe se ufanaba de pertenecer junto a su rival Alcañiz.

Había una lejía La Cenicienta, que fabricaba Manuel Bello (al igual que escobas de palma y anes) y otra (cuyo nombre no recuerdo) que fabricaba Manuel Royo; un Anís Compromiso, un Licor Trabia y un Coñac Montfort, que salían de los alambiques de los hermanos Piera; unas pastas al estilo italiano de Repollés; o unas conservas de tomate, melocotón, y luego legumbres, de las fábricas de Marraco, Cirac, Cubeles, Rabinad, o La Olearia, estas últimas bajo el nombre de La Caspolina. Y hasta hubo antes de la guerra un chocolate del obrador de Manuel Albiac Vicente, en la calle de las Esquinas.

Había una gaseosa, y una Limonada Dux, de Espumosos Albiac. O una leche y batidos de la factoría LEDESA que ocupaba, precisamente, el local de la antigua fábrica de chocolate, que también lo fue de hielo. De todas aquellas pequeñas industrias y productos autóctonos creo que solo quedan los mantecados, las magdalenas y la Torta de Balsa de las Panaderías Agrupadas. De igual forma de los diversos talleres de confección de los que fue pionero y estandarte JOKAS, no queda ninguno. Sólo Adidas, multinacional alemana con relación y actividad en Caspe desde los años 60, continúa en la Ciudad del Compromiso, con su gran tienda y almacenes de distribución.

Sólo el Caspe minifundista, aspirante al regadío y la concentración parcelaría, campesino y agrícola, productor de fruta y almendras, ha triunfado frente a los escasos e infructuosos intentos de industrialización paralela que hicieron algunos -tras la llegada del ferrocarril- por implantar alguna industria transformadora, como fueron los Albareda con su «sulfuro», cuando en Caspe se fabricaba el jabón Copelia. Ni siquiera subsistió la otrora prestigiosa y premiada industria aceitera, con casi una docena de almazaras, de las que hoy no queda ninguna en activo. Ni ABACO, ni ALISA, ni Ricard, ni Rabinad hicieron marca perdurable en la segunda mitad del siglo XX.

Requiem, pues, por ese Caspe, no tan lejano, pero perdido y románticamente añorado.

Alejo Lorén. De cal y arena