No sé si les ocurrirá a ustedes, pero estos días extraños en los que uno pierde la noción del tiempo crean en mi mente un doble efecto. Por una parte hacen que tiempos cercanos aparezcan muy distantes en el almanaque, como si hiciera una eternidad que hubieran acontecido, cuando en realidad, si nos remontamos en el calendario apenas suman unas cuantas semanas. Pero por otro lado, y sin que sea excluyente de lo anterior, tiempos más lejanos, antes de la pandemia se antojan cercanos y próximos como si no hubiera pasado nada entre el entonces y el ahora.

Es curioso esto de la relatividad del tiempo, o mejor dicho, de nuestra forma de percibirlo, tan subjetiva y personal, y a la vez, sospecho, tan idéntica entre unos seres humanos y otros.

réanme, hace muchos, muchísimos años que me pregunto sobre la naturaleza del tiempo, y no es que quiera divagar ni exponer teorías sobre ese continuo espacio-tiempo que tanto ha dado que hablar entre los físicos y los guionistas de películas y series de ciencia ficción. Pero sí que me inquieta en cuanto que consigue que nuestra presencia sobre la tierra sea aparentemente finita.

Estos días de coronavirus y «Corinavirus» en los que ambos temas concentran la atención y por tanto la diluyen de aspectos de vital importancia que si no se nombran, es como si no existieran, están presididos por el intento de sobrevivir.

A fin de cuentas eso es lo que nos define a todas las especies y por extensión a la Vida misma. El perpeturarnos y aguantar todo lo que podamos al paso del tiempo. Por eso los corruptos quieren más y más dinero sin límite. Para perdurar su poder y su influencia. Por eso las monarquías se resisten a desaparecer y los políticos y los dictadores intentan salvaguardar su cuota de mando, y cuando no, incrementarla como garantía de su propia pervivencia, aún a costa de cargarse (en el sentido metafórico del término) a quienes se opongan a sus intereses o representen una amenaza para aquéllos.

Igual que las empresas que siempre están encaminadas a resistir y si es preciso a reproducirse en el tiempo y en el espacio como si de organismos vivos se tratase. Creo que todos lo llevamos insertos en nuestros genes. Seguir hacia adelante. Y en el momento que no podamos hacerlo que lo hagan al menos nuestros hijos, y los hijos de sus hijos.

Por todo eso no quiero criticar a nadie. Porque a fin de cuentas todos somos iguales y pretendemos lo mismo: que nuestro ser y nuestra idiosincracia aguanten, perduren, resistan y sean capaces de llegar a nuevos horizontes una y otra vez. Hace tiempo leía que no hay enemigos ni buenos ni malos. Cualquier naturalista corroboraría esta afirmación de leerla. No se oponen los vivientes: sólo sus intereses. No se odian el conejo y el lince, aunque en la supervivencia individual del uno vaya implícita la extinción individual del otro.

Si los intereses no van contra los nuestros podremos ser amigos. O al menos convivir sin conflictos graves. De lo contrario unos intentarán ponerse sobre los otros y en ese caso sí que habrá conflicto. Y lucha. Y drama.

Pero si puedo expresar mi opinión, queridos lectores, no vale la pena recrearse en ello. Ni en las disputas pasadas que hayamos podido tener porque en el fondo y aunque en un primer momento no lo reconozcamos, estoy seguro de que nos han servido para aprender, para que crezcamos y para que seamos un poco mejores. Nosotros y los demás, pues como ya dije alguna vez en la vida todos somos a la vez verdugos y víctimas. El único matiz está en aceptarlo y vivir en paz con ello.

Feliz semana, amigos, y a más ver.

Álvaro Clavero