Ramón Mur es licenciado en Periodismo. Fue parte de la plantilla del diario Deia (periódico vasco) entre 1979 y 1986 y de El Correo (anteriormente conocido como El Correo Español-El Pueblo Vasco) hasta 2001. En el periodo comprendido entre 1994 y 1995, fue también director del periódico alcañizano La Comarca. Ya jubilado, mantiene vivo su espíritu periodístico con sus interesantes artículos en revistas y periódicos, como Diario de Teruel, y ha fijado su residencia entre Belmonte de San José (Teruel) y Zaragoza.

De padres aragoneses, siempre ha permanecido unido al Bajo Aragón. Ha colaborado en diversas obras colectivas, como los volúmenes sobre el Bajo Aragón publicados por el Gobierno autonómico en la colección Territorio; del mismo modo, ha publicado trabajos sobre diferentes personalidades de la comarca, como el abogado Juan Pío Membrado y Ejerique (Belmonte de San José, 1851-1923), antepasado del propio Mur, en su obra Sadurija, que es la que nos ocupa. Otros títulos son Genuino de la tierra (perfil novelado de Juan Pío Membrado), Huellas de herradura, El sueño de Kil, Amor al arte. 50 años en la vida de Alcañiz y Luchadores.

Mur se ha dedicado durante muchos años a estudiar los documentos de Juan Pío Membrado Ejerique, un periodista y escritor bajoaragonés de la época del regeneracionismo (del siglo xix al xx), cuyo adalid más conocido fue el también aragonés Joaquín Costa.

La novela refleja numerosos personajes y acontecimientos de la historia de la comarca aragonesa de la Tierra Baja que se desarrollaron en los doscientos años que precedieron al año 1923. Se centra en la historia de la familia Membrado a lo largo de varias generaciones, la cual sirve de apoyo para mostrarnos un crisol de costumbres, tipos, paisajes y paisanajes, así como de momentos críticos de la historia de nuestro país.

Para compilar la historia familiar, Mur lleva a cabo esta recopilación novelada partiendo de datos obtenidos del archivo familiar. Resulta francamente sugestivo que el propio autor nos dé a conocer que ha buceado en los documentos familiares, lo cual dota a la novela de un aire más introspectivo, al tratarse de sus orígenes. Toda novela histórica de calidad precisa una investigación previa, pero, aunque se trate de una búsqueda dentro de los antecedentes familiares, se percibe el rigor investigador.

A este respecto, considero pertinente aportar unas pequeñas pinceladas sobre qué es un archivo familiar. Los archivos nobiliarios se asocian estrictamente al Antiguo Régimen, motivo por el cual no podemos circunscribir, aunque la familia Membrado formara parte de la nobleza del lugar, los legajos en los que se apoya Mur a esta tipología archivística. Los archivos familiares de las personalidades ennoblecidas en los siglos xix y xx, como militares, políticos, o personalidades de otros ámbitos, ¿son archivos personales o son archivos nobiliarios?

En este caso, siguiendo las premisas de Olga Gallego en el Manual de archivos de familia[1], son archivos familiares «los generados por las actividades de una persona a lo largo de su vida o por las de los distintos componentes de una familia a través de generaciones». Los compondrían, pues, los documentos de «familias nobles como los de sabios, escritores, artistas, hombres de Estado, políticos, militares, miembros de las Iglesias, periodistas, obreros, profesionales, que han producido y conservado documentación de sus actividades».

Para terminar de situar este concepto dentro de la propia historia, no podemos separarlo de la figura jurídica denominada vínculo en el reino de Aragón, que permaneció hasta bien entrado el siglo xix como garantía de la preservación de un patrimonio común e indiviso, al no permitir al cabeza de familia que disponga libremente de sus bienes. El vínculo era un patrimonio constituido por un conjunto de bienes, que su propietario, denominado fundador, reservaba perpetuamente y con carácter inalienable a favor de determinadas personas presentes o futuras, las cuales irán entrando sucesivamente en posesión de sus bienes sin poderlos someter a partición o herencia, y a los que se sucede de acuerdo con un orden establecido en la escritura de fundación, generalmente, por primogenitura. De todo ello se logra una magistral exposición y explicación en esta obra. Como muestra de estos documentos, se incluye la «Oración panegírica en honra y gloria del señor San Ibo» como apéndice final.

Es inevitable, durante su lectura, pararse a reflexionar acerca del tratamiento del lenguaje, puesto que se deja constancia de arcaísmos, presentes en la documentación, así como regionalismos (masovera, pas, sinyor, lledoner, botiguers, jocalía o collida pueden servir de ejemplo) y ciertos «fallos» gramaticales propios de la época. No es sencillo aclimatar el desarrollo del argumento a los requerimientos del idioma en épocas y lugares lejanos, o, más bien, sería más fácil no complicarse con esto último y ceder el protagonismo únicamente a la historia en sí, pero Mur aceptó el reto de atender ambos aspectos y lo superó con nota.

La narración logra una buena presentación física y psicológica de los personajes, asunto que siempre suele ser arduo para un escritor. Se presenta una saga familiar que siempre trae de nuevo a la mente el recuerdo de Cien años de soledad como caso paradigmático, aunque tantos títulos más se hayan apoyado en esa misma estructura. Sirva de ejemplo este breve extracto: «Era el joven Matías de rasgos finos y tez pálida, débil y delicado como su madre, pero despierto para los estudios. El tío vicario hubiera preferido encaminarlo hacia la carrera eclesiástica, por la que además el muchacho sentía una cierta inclinación».

En cuanto a las descripciones de lugares, véase la presentación del pueblo: «El poblado está levantado sobre una colina rocosa situada en el centro de un semicírculo montañoso abierto hacia poniente, en una gran extensión por donde la vista alcanza a distinguir el Moncayo en los días de mayor claridad. Las casas se agrupan sobre el montículo, alrededor de una iglesia de grandes dimensiones, cuya torre parece enorme, pues tiene cuatro cuerpos y un capitel cónico. Los dos primeros son de piedra y, los más altos, de ladrillo. En el tercer cuerpo está el campanario, y, en el cuarto, la torre presenta cuatro ojos de buey. Va rematada por un capitel con una cruz del mismo calibre que la que corona la media naranja del templo […] Esta es una porción del Bajo Aragón donde la tierra deja de ser baja, el sol brilla todos los días del año, las lluvias son escasas y crece abundante la sadurija».

La sadurija crece entre las coscojas (Quercus coccifera) y era muy apreciada entre los curanderos, que «cortaban la planta en flor» y dividían los hierbajos en pequeños trozos y los introducían en frascos con aceite de oliva puro. La leyenda aseguraba lo siguiente: «Sadurija, doscientos años en aceite, la vida concede por los siglos de los siglos». Parte de la magia y hechos inexplicables que acontecen en el libro surgen de la sadurija, pues de uno de los personajes principales se dice que continúa vivo y que «aparece todos los años cada vez en un punto diferente, durante la época de la recolección de las olivas». Al final de la narración, se descubre qué ocurrió con este personaje, cuya última palabra pronunciada será, precisamente, sadurija.

Las relaciones entre los miembros de la familia y también con las personas que se ocupaban de las tareas domésticas, así como los trabajadores del campo, son parte fundamental del libro. No solo se atiende a estas en tanto algo puramente humano, sino también como algo imbricado en las costumbres y modos de pensar, sentir y actuar. Quedan patentes filias y fobias, patrones mentales y formas de asumir la existencia propia y ajena.

La familia posee, a lo largo de su historia, distintos integrantes que ocupan todo tipo de puestos, y experimenta, como todo grupo, diferentes situaciones: aparecerán hijos ilegítimos (criados por el servicio como propios), embarazos extramatrimoniales, paternidades sacerdotales, estancias en la cárcel, bandoleros, soldados, matrimonios de conveniencia, militantes políticos, matrimonios bien y mal avenidos, etc.

Podremos observar dicotomías: señores y criados, poder político y eclesiástico, tradición y modernidad, campo y ciudad, etc. En cuanto a las diferencias entre señores y criados, son muy acusadas («Y no olvides, jovencita, que en este mundo cada uno ha de ocupar el puesto que Dios le ha dado»), aunque también se aprecia el sentido del humor en alguna escena que nos retrotrae a nuestras mejores obras de teatro clásico, en las cuales podíamos observar que la sirvienta sabía más de la vida que las señoras, y se dejaban deslizar algunas frases de doble sentido. Aquí, podemos recoger pasajes como este, referido a la noche de bodas, en el que la señora se acaba de casar: «Todo ha sido tan, tan bonito…», a lo que la criada responde: «Pues todas dicen que la primera vez es para olvidar».

Entre el poder político y el eclesiástico, se percibe con claridad en la relación que mantienen mosen Mariano y su hermano Ramón, este último, diputado por Teruel, y que es estimulado y dirigido por el primero para que luche en las Cortes, en Madrid, para defender sus intereses y prebendas.

Los vínculos con el terruño quedan siempre claros y manifestados: la familia defiende la tradición frente a la modernidad, pero, poco a poco, va viendo llegar los nuevos tiempos, no sin dolor («La realidad está cada día más alejada de la sociedad rural»).  Será el libro El porvenir de mi pueblo. Batalla a la centralización (Zaragoza, 1907), de don Juan Pío Membrado Ejerique, cofundador y primer presidente, en 1913, de la asociación «Fomento del Bajo Aragón», el que deje claro que «Aragón y el regionalismo aragonés no eran un problema político de Parlamento, de ciudad y de señoritos incapaces de andar sin fatiga, a no ser sobre asfalto; era un problema de todo Aragón; y, ¡oh, sorpresa!, en Aragón había pueblos y esos pueblos eran lo más permanente y, por eso, lo más importante que puede haber en la vida de un país». No obstante, no significa esto que el citado don Juan viviera aislado, ya que, por ejemplo, la declaración de independencia de los Estados Unidos era un texto que podía recitar de memoria.

El texto es un espejo por donde aparecen todo tipo de referencias a la vida en el campo y todas las marcas de tiempo que van segmentando la vida: se explican las tareas de cada estación, las formas de tratar el ganado y las cosechas, las festividades populares y cómo transcurrían, las circunstancias climatológicas, las vías de paso y un sinnúmero de pequeños detalles.

Igualmente, parte de la acción tiene lugar durante las guerras carlistas y la ocupación francesa, y se va informando al lector de cómo transcurre, de quiénes eran los que formaban parte de cada bando, de cómo se desarrollaba la guerra de guerrillas en un territorio abrupto y difícil para los desconocidos, de las maneras que tenían de comunicarse secretamente, etc.

Los capítulos que nos informan sobre la vida política son muy reseñables, ya que muestran sin tapujos algunas verdades un tanto incómodas, aunque muchos podamos llegar a sospecharlas, acerca de cómo funcionan las más altas instituciones, entre otras cosas, con las influencias ajenas al bien intrínseco y a la búsqueda del mejor porvenir de la nación. El autor incluye algún discurso en la Cámara Alta; sirva como representación este pequeño extracto: «Que es preciso no ver estos principios aisladamente, que no deben perderse de vista las necesidades, las esencias, las costumbres de la nación en que se vive. Que no solamente es el pan la vida de la nación, que cada uno tiene una moral que lo conduce a perder todo».

La unión de las casas nobles del momento con la Iglesia se explicita muy bien en el libro, con las dádivas a la iglesia local, con el sufragio de imágenes, etc., pero se hace patente en la introducción del concepto de casahermanos: «En cada población se reservaba un albergue para los frailes limosneros y las familias que los acogían se llamaban casahermanos. […] siempre estaban repartidas entre los apellidos notables o pudientes del lugar».

Sobre el clero, podemos destacar esta inclusión de los frailes mendicantes, de quienes se nos dice que muchos «eran venerados como santos en vida y su porte espiritual estimulaba al pueblo a regalarles con los mejores presentes, que ellos recolectaban para el sustento de su comunidad. […] vivían más en contacto con el mundo que el resto de sus hermanos de religión». También nos regala Mur un retrato de la vida monacal, desde la descripción minuciosa del propio monasterio a una detallada pormenorización de horarios y rituales para comer en el refectorio.

Cabe destacar, asimismo, cómo se recoge y se transmite la tradición oral familiar, con el cuento del Lopín, que se transcribe íntegro. De la misma manera, resulta enternecedor, en esta época nuestra de mensajería electrónica, recordar cómo eran antes las comunicaciones mediante el género epistolar, cuyo sentido último reside en crear un intercambio intermitente que permite estudiar una época en concreto y, por supuesto, conocer más sobre el autor de la misiva. Son muchas las cartas que se intercambian en el libro los personajes, y las hay de diferente cariz: de amor, de negocios, de amistad, fraternales, etc.

Trata también, cómo no hacerlo cuando el título ya remite a una cura, de la epidemia de cólera de 1820 y de cómo afectó a la comarca y, naturalmente, a los diversos miembros de la familia Membrado, puesto que supuso un punto de inflexión. De especial relevancia resultan los métodos curativos de una de las vecinas del lugar, que, por supuesto, era una outsider, aunque no es la única de los personajes que se sitúa al margen de las convenciones, lo cual incide en ese crisol que mencionábamos al principio.

Como no podía ser de otra manera, debemos nombrar a Goya, el aragonés universal, de quien ejercerá como guía Meregildo (un outsider, de nuevo). «El objeto de la visita de Goya era conocer las pinturas rupestres de estilo levantino que existen en una pared de roca […] El pintor de la cámara real tenía referencia de ellas desde su juventud […] Hasta bien entrada la tarde, para aprovechar las horas de luz, estuvo Goya tomando medidas de todas las figuritas y reproduciéndolas sobre unas láminas […] Gran parte de la noche estuvo el pintor trabajando a la luz de los velones, sumamente interesado en reproducir con fidelidad los dibujos y colores que había contemplado aquella tarde».

En definitiva, Sadurija no elude ningún componente de la vida familiar: las obligaciones, las expectativas, las decepciones, el amor, el deber, la descendencia, las preocupaciones, todo encuentra su lugar, además, dentro del contexto histórico y geográfico, lo que nos permite conocer más de cerca a quienes nos precedieron y nos posibilita sentir el orgullo de ser quienes somos en esta hermosa tierra.


[1] Olga Gallego, Manual de archivos familiares, Madrid, Anabad, 1993, pág. 17.

Javier Úbeda Ibáñez. Crítica Literaria