En un ensayo reciente, dedicado a analizar las revueltas sociales del siglo XXI , encontré una observación muy sagaz: «Lo que incita a hombres y mujeres a la rebelión no es el sueño de liberación de sus nietos, sino el recuerdo de sus antepasados oprimidos». Es una reflexión cínica pero realista que podría desmontar el pretexto pro-futuro de casi todas las revueltas socio políticas desde la revolución francesa, la rusa, la cubana, o incluso la norteamericana. Esos revolucionarios urbanos del siglo XXI, en su mayoría instalados en sociedades más o menos permisivas, más o menos democráticas, con un bienestar cercano y asequible con trabajo y tiempo, no se lanzan a las calles, a menudo violentamente, por el futuro de sus hijos o nietos, sino que reivindican a sus colegas que en el pasado, más o menos remoto, sufrieron determinadas opresiones por razón de sexo o de raza. Es un intento absurdo, casi demencial, de modificar la historia, a través de la condena y eliminación de obras de arte, literarias y figuras históricas, en su tiempo veneradas y hoy consideradas condenables y extinguibles por esta nueva Inquisición de lo supuestamente correcto. Lo que interesa es provocar cambios en las leyes y las costumbres que les aproveche a ellos mismos, aunque con un salto hacia el absurdo: la exclusión del pasado por decreto «moral». ¿Qué indica esto? Que las situaciones que denuncian han sido relativamente «normales» (no permisibles desde luego, siempre censurables) hasta épocas recientes o siguen ocurriendo. Pero piden algo sorprendente, no tanto que dejen de producirse, sino que lo que fue no conste más en nuestro legado histórico. Como si no hubiera ocurrido. En «1984» de George Orwell (en realidad Eric Arthur Blair), se instituye la neo-historia: cambiar la historia día a día para que se ajuste a lo «correcto» que ordena el Gran Inquisidor. Y así se derrumban estatuas y monumentos, condenan al ostracismo a actores o escritores del pasado o de los de ahora, los que aún viven, la mayoría ancianos, por algo que ocurrió supuestamente (o no) hace treinta o cincuenta años.

Resulta interesante comprender que tres de los movimientos sociales reivindicativos recientes en occidente, el «Me Too» de las actrices, el «BlackLivesMatter» de la negritud y el Movimiento en defensa de la comunidad gay, transexual y otras especialidades sexuales (LGTBIQ), parecen obedecer a una causa psicológico-social común -la creencia en la viabilidad operativa de una condena moral de épocas pasadas a partir de los cánones de la actual- que constituye en sí misma un síntoma alarmante de desequilibrio y confusión éticas del sistema político y de los ciudadanos: es como un virus global, una pandemia que empieza en las culturas occidentales y orientales del bienestar y que subyace bajo la mayoría de los regímenes y las ideologías, sin importar mucho su sesgo político. Desde la iconoclastia feroz y obsesiva («comprensible» pero no razonable ni lógica) de los que destruyen monumentos, bustos y estatuas, hasta la sexual «caza de brujos» o las exigencias quizá respetables pero innecesariamente insólitas del colectivo LGTBIQ (lesbiana, gay, transexual, bisexual, intersexual, queer). Los tres movimientos articulan una demanda común: se pide atención, derechos, respeto y…venganza absurda del pasado. Parten de una falacia argumental: destruyamos el pasado porque así estamos justificados para cambiar el futuro. Se apoyan en causas admirables: la igualdad de sexos, el final del racismo, para a continuación perder su credibilidad y sus razones al destrozar monumentos a Cervantes (Dios mío, sólo hace falta leer a don Miguel para ver cuán injusto es esto), Cristóbal Colón, tal vez a Mark Twain, a Nabokov, a Lawrence…crear una infantil pero pavorosa «mala conciencia» que prohíba películas como «Lo que el viento se llevó» o quizá «Matar un ruiseñor» o tal vez «Casablanca» por el pianista negro; arrojar a los leones de una crítica casi pornográfica a actores vetustos, cantantes de ópera o escritores y poetas que no trataron a negros, lesbianas, gays o mujeres con el respeto debido; quizá se condene el Coliseo de Roma o la Gran Muralla o la Alhambra y la Mezquita de Córdoba porque hubo esclavos entre los operarios y se prohíba la lectura de Séneca, Marco Aurelio o Cicerón (¿por qué no «Las mil y una noches»?) por el uso de mujeres y esclavos de una manera poco respetuosa con los cánones del siglo XXI.

Nadie discute la legitimidad de lo que defienden (y acusan) tales movimientos. Se discute y rechaza la banal, torticera, hipócrita y nada legítima barbarie destructiva, estúpida y contraproducente, que llega al exceso y como suele suceder alimenta a los extremistas de todos los signos y banderías para desorientar y desequilibrar aún más una serena, lógica y razonable ética global social y política. Francamente, con la que está cayendo, todo esto parece no sólo banal sino estúpido e innecesario.

Alberto Díaz – Periodista y escritor