Lo que pasa en la economía afecta a la sociedad y por lo tanto afecta a la política, que reacciona para proteger una pretendida estabilidad social. Lo contrario también es verdad. Si cambia la política la economía resulta afectada. Podemos decir que se vive en una de estas dos situaciones: la política al servicio de la economía o la economía al servicio de la política, y la experiencia nos dice que en un sistema de democracia representativa es poco probable que ambas cosas mejoren a la vez.

En los últimos años el cambio se ha acelerado, la complejidad ha crecido y al paisaje social se ha añadido una temible incertidumbre. Nuestras economías están en declive. Nuevos protagonismos se han unido a los tradicionales. Han adquirido popularidad y poder político partidos cercanos a la derecha autoritaria y a las izquierdas revolucionarias. El movimiento feminista ha creado nuevas reglas, y las leyes han incorporado nuevas visiones sobre las pasiones y los sentimientos humanos, en un afán de reconducir y controlar a los que resultan «peligrosos» para el sistema. Hay un principio desarrollado, entre otros, por Albert Hirschman que, hacia 1977, defendió que para reprimir y aprovecharse de las pasiones no hay nada mejor que enfrentar los sentimientos y los intereses de las mayorías. Estudios profundos sobre las pasiones y los sentimientos, ayudaron a concebir métodos de control y nuevas políticas. Un elemento importante del control se encontró en la invención de nuevos términos o nuevas palabras, dando origen a nuevas definiciones de lo viejo. Con ellas se intentaba que la atención de los más apasionados se desviara hacia nuevos intereses. Por ejemplo, ya no era tan importante el odio, sino su definición y la posibilidad legal de castigarlo. O lo que es lo mismo de controlarlo.

No hay pasión más antigua que el odio, y nada a lo largo de los siglos ha podido eliminarlo. El odio es antipatía y aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea. Carlos Castilla del Pino lo definió como la relación virtual con una persona o con un grupo, así como con su imagen, a la que deseamos destruir. Y odiamos aquello que consideramos una amenaza a nuestra identidad o a nuestros intereses. En el odio no hay lugar para la compasión. El odio se consideraba una pasión privada, comparada con la ira, y en muchos casos fruto de la frustración y del desconocimiento. Ahora vivimos una época en la que afloran los odios públicos. Ya no solo se odia al conocido, se odia a los grupos, a sus ideas y a sus acciones.

Se ha querido cambiar la realidad de las cosas a través del lenguaje.  La perversión del lenguaje es una enfermedad social que se propaga como un virus y que cada día afecta a más aspectos de la vida. En el caso de España, se empezaron a «normalizar» los conceptos de la «política del odio» o del «lenguaje del odio» con la aparición en la vida pública de partidos, asociaciones y medios de comunicación que los definen como la expresión pública y privada de opiniones, noticias y manifestaciones contrarias al grupo o medio que se siente odiado, o a la propuesta de políticas contrarias a las que comúnmente se consideran como políticas socialmente correctas.

La Política en su constante propósito de asumir aún más el control de nuestros pensamientos y acciones, tanto a nivel de la persona como de la sociedad en la que vivimos, ha producido la «creación», definición y persecución de los llamados «delitos de odio». Una inagotable fuerza de odio es la lucha por el poder. También la afrenta social de la pobreza. De hecho, el odio a los pobres ya está en el diccionario. Se llama aporofobia. Y como no hay acción sin reacción el odio de los pobres es también inevitable. Mejorar la protección social y evitar las desigualdades me parece el mejor camino para reducir el odio. Pero remedios a las luchas por el poder aún no se han descubierto.

Y ello nos lleva a la paradoja de la ley que trata de castigar los delitos de odio.  Cualquiera que odia suele sentirse también odiado. En la literatura, grandes escritores han ofrecido sus opiniones en un intento de desdramatizar el odio. William Shakespeare nos dice que, «si las masas pueden amar sin saber por qué, también pueden odiar sin fundamento».  Pietro Aretino, el poeta maldito, que era hijo de cortesana, pero tenía corazón de rey, nos dejó escrito que «prefiero mejor que me odies por decirte la verdad, a que me adores por decirte mentiras». Alguien más actual, Tennessee Williams, ha escrito: «creo que el odio es un sentimiento que sólo puede existir en ausencia de toda inteligencia».

La máxima expresión de la paradoja de la ley es su interpretación por el Tribunal Supremo que en muchos casos tiene problemas para aceptar las denuncias que presentan los que creen ser víctimas de odio. La Fiscalía debe acreditar la intencionalidad antes de acusar por «delitos de odio» y de asegurarse que las denuncias no son igualmente acusaciones presentadas por odio. En la batalla política, es posible pensar que las manifestaciones de unos contra otros tengan la misma carga ofensiva: destruir al contrario al que se ve como competidor o como amenaza. Es una pena que las reglas previsoras de la Fiscalía, no parezcan interesar a algunos medios de comunicación muy politizados, en los que algunos opinadores acusan fácilmente a otros de cometer delitos de odio. La omnipotente libertad de expresión parece no tener límites en este tema.

Antonio Germán Torres. Cierzo y bochorno