Lector, si le molesta este título, hágase una reflexión. Tiene la misma limitación de lógica histórica, respeto y empatía humanas, información veraz, sentido de futuro y conocimiento no manipulado del pasado que aquellos que se enfurecerían ante el título «Todos somos españoles». Catalanes, españoles, vascos, gallegos, andaluces o extremeños. Son algo más que denominaciones de origen, lo sé. Hablamos de dos etiquetas: lo político y lo cultural (que incluye la lengua). Justamente lo político (que integra lo económico y así nos va) es lo que ha demostrado fehacientemente que no funciona o funciona pésimamente. Aunque, a pesar de todo, tiene solución: quizá tuviéramos que redefinir lo que entendemos por política y sus «profesionales», hasta el momento más bien una comunidad parasitaria.

Pasemos a lo que nos puede unir. ¿Unir? Pues sí. Por definición la cultura genuina es una instancia abierta, porosa, en crecimiento permanente, que asimila y recoge todas las aportaciones ajenas por su valor intrínseco, en tanto cuida y alimenta sus características propias (en un clima de hermandad, colaboración y respeto por las culturas vecinas). ¿Por qué es tan difícil de comprender que no hay culturas -dignas de ese nombre- que sean enemigas, excluyentes, dominantes, hegemónicas? La diversidad es la característica vital, esencial, de la Cultura. Y dentro de ella el respeto mutuo y el diálogo enriquecedor con las otras.

La jerarquía aceptable es: la Cultura como patrimonio de la Humanidad que se va capilarizando geográficamente, primero en grandes espacios continentales, luego en etnias, países, regiones naturales…y todas son importantes y todas cuando se unen enriquecen, cuando se separan se empobrecen.

La instancia política debería partir de un respeto total a la cultura propia y ajena. No es asunto suyo manipularla, imponerla o anatematizarla, aunque sí lo es en lo concerniente a protegerla económicamente y propiciarla socialmente. Si logramos sacar a la cultura de la ecuación política y económica, advertiremos no sin sorpresa que facilita la consecución de idearios políticos dignos del siglo XXI que conducen a la globalización de la misión que trata de solucionar los grandes retos de supervivencia que tenemos planteados como especie en este planeta.

Por tanto, volviendo al asunto, cambiemos nuestra caduca y provinciana visión de «lo catalán» como opuesto a «lo español» y viceversa. La división y el enfrentamiento real no es de culturas -o no debería serlo- sino de tolerantes e intolerantes, de personas cultivadas a bárbaros que incendian y destruyen olvidando que el fin nunca justifica los medios. Amemos la cultura, la lengua y las características genuinas de la cultura catalana, como amamos cada uno la nuestra, ya sea regional o ciudadana. Y exijamos en nombre de la Cultura de todos los pueblos de España que los políticos no sigan creando de la cultura un elemento diferencial que es utilizado de forma excluyente.

Gritemos, codo a codo, con los centenares de miles de pacíficos ciudadanos catalanes que caminan juntos por razones políticas, equivocadas o no, que también se enfrentan a la barbarie de las calles, que en su mayoría creen que se pueden buscar soluciones si hay respeto y voluntad política de que las cosas no lleguen tan lejos, que llevan decenios con la sensación -a veces evidente y real- de que no son entendidos, un «todos somos catalanes», y llevemos ese grito humanísimo por el resto de las ciudades españolas, para dejar claro que en toda España apostamos por la paz y el entendimiento…esos dos elementos esenciales de la Cultura común.

Alberto Díaz – Escritor y periodista