El tractor es el vehículo agrícola por excelencia; está pensado para arrastrar otras máquinas necesarias en las faenas del campo. Su origen se remonta a comienzos del siglo XIX, aunque entonces funcionaban a vapor y tenían ruedas de metal, muy diferentes a los que nos encontramos ahora en las protestas a favor del campo y de la actividad agropecuaria en general y que han abierto los telediarios hasta ser desplazados por los pormenores del, cada vez más extendido, Covid 19.

Todo lo que se refiere a la agricultura es muy antiguo, y es que dicha actividad comenzó nada menos, que en el periodo Neolítico. Sin irme tan lejos recordaré que hubo un tiempo -el de mi infancia- en que no había televisión ni elementos informáticos (únicamente el teléfono con cable y operadora), pero si conflictos con los agricultores. La vida de ocio doméstico se desarrollaba entonces sobre el suelo, con o sin alfombra, de la casa, con un juguete; o sentados en el sofá con un libro o una revista; o alrededor de una mesa de camilla (en invierno con brasero), y la radio. En mi casa -bien antes o después de cenar- nos sentábamos a la mesa camilla los niños y las mujeres; éramos mis hermanos, mi madre y la tata Teresa Cortés y a veces la tata Lucía Romance, acompañada de su marido, Jesús, guardagujas; o también, a veces, Josefina Ralfas, la mujer de ‘Joaquiné’ Buisan, que vivían en el piso de arriba. Mientras se cortaban las acelgas, quitaban los hilos de los bisaltos, triaban las lentejas o, en general, «se iba haciendo» la cena en la cocina (que durante muchos años fue de leña) todos los presentes jugábamos a pasatiempos de tablero y fichas, o bien al guiñote y otros juegos de cartas. Lo hacíamos hasta que subía mi padre de la oficina -a veces acompañado de Alberto Gascón o Luis Guallar-, después de cuadrar las cuentas de la gasolinera, poco antes de sonar en la radio «el parte» o boletín de noticias de Radio Nacional.

A aquellas horas de la noche nos visitaba de vez en cuando una «mujer de campo» (ella se definía así) que debía venir a casa a vender algún producto de los que cultivaba: tomates, calabacines, frutas (que alababa y ponderaba con pasión) o incluso huevos de su corral; eran años de autarquía. ¿Aprovechaba que, como pequeña empresaria agrícola que era, venía a comprar abonos en los almacenes de mi padre (unos productos envasados en sacos que olían muy mal), para ofrecernos los frutos de su campo y corral? Creo que aquella mujer se llamaba igual que la vecina de arriba, Josefina, pero no me pregunten mucho de ella pues soy incapaz de recordar más y lo que recuerdo es con gran imprecisión.

Pero sí hay una cosa que se me quedó grabada de aquella mujer enjuta, ya entrada en la cincuentena, con el rostro arrugado por el Sol, muy nerviosa y habladora: en sus visitas siempre acababa hablando del campo y de los agricultores. Un campo el de Caspe, decía, «con muchos problemas, necesitado de la concentración parcelaria y de cooperativas». Cuestiones y conflictos que ella resolvería rápidamente «si la dejaran». Decía, y repetía, que tenía que «ir a hablar con el Caudillo», en quien parecía tener mucha Fe, y con sus ministros, a los que les recordaría que «todo lo que comemos viene del campo». Nos daba, como argumento incontrovertible, que «les pondría un plato lleno de ‘perras’ y les diría, «coman, coman». Incluso un día nos lo escenificó: cogió un plato, lo llenó de monedas y, ante nuestro asombro, nos dijo, «venga, comed, comed de esto», y continuó: «sin agricultura no hay comida y sin comida nos morimos». «El dinero no se come, así de sencillo».

La brava y populista Josefina, «la campesina», nos parecía una Agustina de Aragón rediviva que defendía el campo español de quienes pagaban bajos precios por sus productos: «mientras a los agricultores nos dan una miseria por lo que cultivamos, lo venden muy caro en las tiendas y mercados, tanto que hay muchas personas que no pueden comprar ni frutas ni verduras».

Viendo estos días las manifestaciones de los agricultores demandando precios justos para sus productos no he podido por menos que acordarme de esta anónima caspolina y pensar en la antigüedad de los problemas de la agricultura: precios, competencia desleal, necesidad de concentraciones parcelarias, inversiones y cooperativas, etc. Y también de que sigue habiendo personas que se dedican con vocación y sacrificio a ella, con la misma pasión y duro trabajo con que lo hacía aquella Josefina de mi infancia. Campesinos que sostienen uno de los sectores primarios de nuestra economía: la agricultura. Porque tenía razón aquella alocada mujer: «no comemos monedas, sino productos del campo, del monte y de la dehesa».

Alejo Lorén