Decidió sentarse y coger fuerzas antes de guardar la compra. No había prisa. Cogió la silla roja y la situó frente a la ventana que daba al jardín. Ahí las vistas eran más bonitas. La viejecita solía pasar las tardes en esa ventana. Podía ver el movimiento que hacían las ramas de los árboles cuando se levantaba viento, oía el trino de los pájaros y también se entretenía comprobando cómo avanzaba la primavera exprimiendo las yemas por donde aparecían las verdes hojas mientras avivaba los colores del jardín, que se tornaban brillantes y alegres. Era una fiesta para sus ojos. Un placer inefable que solamente ella comprendía.

Los días que sentía más pesadas las piernas, acercaba la silla roja a la ventana. El jardín la entretenía, la curaba y le daba esperanzas. Esperanzas, sí. Porque la viejecita había perdido un poco la fe. Cuando sus nietos acudían a verla (alguna vez, muy de cuando en cuando) lo hacían siempre acompañados de «esos cacharros» que les tenían absorbidos el coco. Un «hola», un beso rápido y se sentaban en el sofá con sus móviles hasta que sus padres decidían que ya era hora de volver a casa.

Un día que el cacharro se quedó sin batería, sus nietos vieron a su abuela en vez de mirarla, y también la escucharon, en lugar de oírla. Ella estaba en su silla roja, frente al jardín, y ellos se quedaron maravillados con la magia que desprendía ese rinconcito. Su rincón. Ese día, la viejecita recuperó la esperanza de que sus nietos pudieran maravillarse con un simple jardín, que descubrieran el placer que hay en las cosas sencillas, cuando se cuidan y se hacen con mimo. Sus nietos, que se enorgullecían de conocer lugares que ella ni siquiera se había atrevido a pensar en visitar; que se reían cuando pronunciaba mal esos nombres raros en inglés que ahora, al parecer, se utilizaban tan a menudo; que presumían de lo caros que eran los regalos de sus papás… Sus nietos se quedaron fascinados cuando la viejecita les abrió las puertas a su mundo, a su jardín. Esa noche, mientras se acostaba, la viejecita lo hacía con una sonrisa. A veces queremos que sean los más rápidos, los más listos y que tengan las mayores facilidades, pero nos olvidamos de plantarles los pies en el suelo y enseñarles a disfrutar del momento.

Eva Bielsa