Hay miradas irreflexivas que ven lo que nos rodea, y miradas introspectivas que nadan hacia dentro, que se cuelan por multitud de recovecos de nuestro interior. Observar el Matarraña es observar los campos, sus paisajes, Los Ports que la delimitan, sus casas, sus cielos y sus apacibles noches; es mirar y escuchar a nuestras gentes, cómo hablamos y gesticulamos, cómo actuamos, mostrando un modo de ser, una manera de sentir y de estar en el mundo. Matarraña es una hermosa comarca de Aragón admirada por muchos y cuyos paisanos se asombran ahora, con cierto pesar, por no haberla descubierto antes.

Somos pueblo, en el sentido literal y eso conlleva cierto carácter. Poco a poco nos hemos ido despojando de la sensación de vernos inferiores a los habitantes de la ciudad. Nuestras masías, levantadas por los que nos precedieron con evidente maestría y también con gran esfuerzo, las fuimos abandonando poco a poco hasta dejarlas caer en muchas ocasiones, devolviendo a la tierra lo que había sido de ella, como narra Julio Llamazares en La lluvia amarilla, eso sí, pusimos empeño en acondicionar nuestras casas por dentro y por fuera, para hacerlas más confortables. Lo que quedó de aquellas vasijas viejas de barro que no fueron arrojadas por la ventana, ahora honran nuestro pasado.

El paso del tiempo avanza sutil, en silencio, y así, sin darnos cuenta, vimos cerrarse casas y enmudecer nuestras calles; no éramos conscientes aún del problema que nos llegaría con la despoblación. Ver irse a los nuestros como un cuentagotas se ha convertido en una seria amenaza. Sin gente, los servicios básicos: escuelas, centros médicos, farmacias, tiendas se van con ellos, y los pocos que quedan sucumben al viaje sin retorno. Nuestro patrimonio arquitectónico y cultural se queda sin sus ángeles custodios y todos, todos, perdemos nuestra riqueza secular. Dicen que mantener estos servicios en los pueblos es muy caro, ¿acaso tiene precio el bien que aportamos los que vivimos en pequeños núcleos urbanos cuidando lo que es de todos?

El paisaje del Matarraña es de una belleza que salta a la vista, por eso lo debemos cuidar y proteger, debemos sentirlo como la joya que es, y nuestros representantes políticos del Gobierno de Aragón deberían ser honestos y responsables y frenar la especulación que se cierne sobre nosotros con los proyectos mal planteados de centrales eólicas y fotovoltaicas y que pueden ocasionar un daño que será para siempre irreparable.

Los agricultores, unos pocos valientes, resisten cuidando y alegrándonos la vista con sus campos cultivados, a pesar de que deben arar el triple de parcelas que antaño para que les sea rentable su trabajo.
Tiempo atrás, cada pueblo del Matarraña orbitaba en su propio universo, ahora somos comarca y estamos todos implicados en ella. Los matarrañenses nos movemos de una localidad a otra en busca de aquel dulce, de aquel lechazo, de aquella miel que se adapta más a nuestro gusto. También nos unen las noches de conciertos, algunas charlas, lecturas de poemas, piezas teatrales, pero también nosotros creamos cultura. Sentimos que somos algo más que un puñado de pueblos salpicados por nuestra geografía, somos Matarraña, una única identidad.

Recién llegados han comenzado, desde hace un tiempo, a poblar el hueco dejado por los que se fueron a la urbe y por los que jamás ya podrán regresar. Nuestra población está envejecida y ahora más que nunca los niños son pura alegría.

El turismo ha llegado y en algunos casos, masificado, creando algunos problemas de convivencia. De la masía abandonada hemos pasado a alojamientos de turismo rural, hoteles de lujo e inauditas casas de diseño. Los de aquí somos cada vez menos, por eso tendremos, tras un período de adaptación, que abrazar a los nuevos habitantes intentando entre todos preservar nuestro paisaje, nuestras costumbres y también nuestra lengua, en definitiva, nuestra identidad, porque Matarraña destaca por todas esas particularidades.

Esther Puyo. Escritora de Beceite y miembro de Gent del Matarranya