En mi búsqueda de historias del Matarraña, esta vez me fui a Monroyo. Visité muy bien el pueblo, compré miel, me compré un jamón, adoré alguno de sus rincones porque este es un pueblo que se deja adorar, probé sus trufas salvajes, me tomé alguna cerveza y, en lugar de volver a casa, decidí quedarme a dormir en el hotel que me había recomendado mi buen amigo el guitarrista Diego Martínez de Pisón. Así lo hice y, curiosamente, asomado a la ventana de mi habitación, surgió la historia. Más que una historia es un ejercicio de observación. No sé si es lo más adecuado, pero surgió y me gustó.

Su peculiar vuelo, cuando sopla el viento, pierde toda delicadeza, se disipa en él cualquier atisbo de refinamiento. En ese momento, parece que se traslada a empujones a merced del viento, como si la lanzasen, como si una mano invisible la fuese empujando. Pensé, en un principio, que el problema de su disparatado vuelo radicaba en que no estaba dotada de un cuerpo adecuado para un grácil planeo. Ahora, tengo mis dudas. La urraca es un animal misterioso.

El águila entiende perfectamente al viento. Se vale de él para planear y mostrar, en los días propicios, aún más, si cabe, sus virtudes en el vuelo y su belleza estética. Es como si lo invisible hubiese fabricado un avión de papel y lo hubiese lanzado, un avión puntiagudo y de vuelo perfecto e infinito.
En un día muy ventoso, como éste, cuando los azotes y las rachas la golpean en pleno vuelo, se la ve rechoncha y despeinada, aleteando sin sentido (el cuerpo delante, las alas despeluchadas atrás), más vertical que horizontal, en realidad con cambios bruscos, un rato horizontal, otro rato vertical, o en oblicuo … eso seguro que le causa mucho estrés, por lo menos a mí me lo causa verla en tan enérgica pelea a cuatro metros del suelo. Claro que si eso la estresase tanto, no se echaría a volar los días ventosos. Igual es un número cómico que se monta cuando se siente observada.

Cuando el viento sopla con fuerza, su esbelto y majestuoso cuerpo muestra su más sublime perfección: silueta casi inmóvil, sólo las puntas de sus inmensas y rectilíneas alas se mueven ligeramente, como si saludase moviendo unos dedos mientras surca el firmamento a más de mil sobre el nivel del mar.
Hoy, asomado a la ventana, he visto a la urraca mostrándome su show cómico; y en lo alto, a su vez, el majestuoso vuelo de la solitaria águila real. Dos planos distintos: una a cuatro metros del suelo, un rato vertical otro horizontal, despeinada; la otra sobrevolando por encima de las boscosas montañas, con sus alas totalmente extendidas, en perfecta sintonía con el medio.

Al águila se le ve poderosa, esbelta, de bello volar, majestuosa. La urraca no puede competir con estas facultades reales, pero este pájaro tiene otros valores, entre ellos, posiblemente, un gran sentido del humor. No sé si me gusta más el águila o la urraca. Son, ellas, dos chicas distintas, curiosas e interesantes.

Ángel Fernández Balasch. Relatos cortos del Matarraña