Cuando nos planteamos hacer un viaje, generalmente, pensamos sólo en el destino, dedicándole la mayor parte de nuestras ilusiones y su correspondiente planificación, olvidándonos del camino necesario para llegar a él. El desplazamiento se convierte en el medio que nos ayuda a conseguir la meta de nuestro viaje, medio que nos comporta un esfuerzo, como un trabajo obligado, más o menos pesado, dependiendo de la lejanía del destino o del sistema de transporte empleado, más soportable en la ida y bastante penoso en la vuelta por razones psicológicas obvias.

Igual que a muchas personas, me encanta viajar, procuro que el viaje comience en el momento en que el vehículo pisa la calle de mi domicilio. En mi filosofía viajera camino y destino no son medio y fin, sino dos facetas de mi afición: viajar, en la que intento gozar todos sus momentos. El desplazamiento lo integro en el viaje, conduciendo relajadamente, con la debida precaución y sin olvidar las normas de circulación. Observo los lugares de paso: ríos, vegetación, cultivos agrícolas, construcciones, industrias, paisaje, etc. Todo constituye una información visual muy valiosa con la que adquiero cultura. Me permite intuir el pasado, el presente y hasta el posible futuro de las gentes que habitan los distintos territorios que atravieso. No acostumbro a volver por el mismo camino empleado en la ida. En la medida de lo posible, evito las carreteras de máximo tráfico, que suelen ser las de recorrido radial, prefiero carreteras transversales, y casi nunca utilizo las autopistas. Aprovecho el desplazamiento para hacer turismo de interior, realizo frecuentes paradas: restaurantes para comer, paseos por los cascos históricos de localidades relevantes y pernocto en alojamientos hoteleros de paso.

Como ejemplo, paso a describir esquemáticamente el recorrido que realicé en mis últimas vacaciones de verano. Salí de Zaragoza con mi familia, esposa e hijo de 8 años, un domingo por la mañana, tras una detención momentánea para ver el puente romano de Calamocha, llegamos a Teruel a la hora de la comida, después de comer pasamos la tarde paseando por el centro histórico y deleitándonos con el mudéjar, dormimos en un hostal, al día siguiente, lunes, visitamos Dinópolis hasta media tarde, que partimos hacia Valencia, llegando al final del día a El Saler, barrio valenciano, tranquilo, con playa, a un paso de la Albufera. Aquí estuvimos alojados seis días, las mañanas a la playa, por las tardes anduvimos los alrededores de la Albufera y visitamos la Ciudad de las Artes y las Ciencias en la capital. El lunes siguiente partimos en dirección Cuenca, llegando al mediodía, donde comimos, por la tarde paseamos por toda la ciudad: Casas Colgadas, etc, dormimos en una posada del Siglo XVII, y a la mañana siguiente nos dirigimos a la Ciudad Encantada, tras una breve parada en el nacimiento del río Cuervo, llegamos a Molina de Aragón (Guadalajara), donde comimos, después un paseo por la monumental ciudad, vuelta a la carretera, pasamos por las puertas del Monasterio de Piedra, y llegamos a Calatayud, parada y refresco en el Mesón de la Dolores, para continuar hasta Zaragoza, llegando a nuestra casa el martes al final del día. En resumen, recorrimos 1000 km., fueron 10 días y 9 noches disfrutando de viajar.

Han pasado 22 años, mi hijo actualmente tiene 30 años, ya no me acompaña. Sigo viajando, acompañado de mi esposa, con la misma filosofía, siempre que puedo. Me considero afortunado, porque sigo disfrutando de viajar y con otro disfrute añadido, recordando los viajes realizados.

Luis Javier Calvo. Vinaceite Correo del Lector