Un tranvía avanza por la vía y en su camino halla cinco personas atadas a la vía. Por fortuna, usted puede presionar un botón para desviar ese tranvía por otra vía, en la que hay otra persona atada. ¿Debería accionar ese botón?

No sé por qué esta cuestión, que me retrotrae a las largas horas de Ética en el instituto, aparece en mi cabeza mientras espero mi turno en Correos para pedir mi voto para las próximas elecciones del 28-A. En este momento, para mí y para mi entorno sería más sencillo resolver el dilema del tranvía que responder a la pregunta: ¿a quién vas a votar?.

Me informo, cuestiono esas informaciones, reflexiono… Cumplo con el que se me ha dicho que es mi deber como ciudadana, pero solo encuentro superficialidad, imagen y marketing en el debate político. No hay argumentos, no hay profundidad. Ningún partido político focaliza sus propuestas en cuestiones que interesen a mi generación, ni a mi clase social. Sobre todo a mi clase social.

Tal y como describe Ignacio Urquizu en su último libro -¿Cómo somos?- la izquierda no se preocupa por el futuro de la gente corriente. Este tipo de personas representan al 30% de los españoles y, añadiendo a los obreros no cualificados, son la mitad de la población. El riesgo de que los partidos políticos no hablen de estas personas es elevado. Porque, ya sabemos, el descontento poco informado lleva al extremismo.