Nos educan para llegar a una meta, pero no nos educan para lo que hay después. Las películas concluyen cuando la pareja se besa y se casa. Al menos un alto porcentaje. Y los cuentos igual. Esperamos a que lleguen las vacaciones, pero no nos preparamos para cuando éstas terminan. Nos inculcan que trabajemos hasta jubilarnos, pero nadie dice lo que hay después. Y por eso cuando termina una etapa en la que se han puesto alma, corazón y vida, sentimos ese vacío existencial profundo que en ocasiones nos lleva a tomar decisiones equivocadas.

No entendemos que los finales son principios, y que todo es un eterno rotar en el mismo sentido pero descubriendo nuevos matices con cada nuevo giro que vamos dando. Y que no hay muertes ni finales de las películas, porque las realidades se mueven en la eternidad, como un infinito juego de espejos sin principio ni final.

A veces siento esto que estoy diciendo cuando veo la ladera del monte llena de plantas aromáticas, tomillos, romeros, aliagas, escambrones, y las abejas transitan tranquilas entre las flores azules y amarillas, durante una mañana en la que sale el sol, tras un amanecer con nieblas. Es como si esa realidad hubiera estado ahí imperturbable y por encima de guerras y los infinitos microdramas que ocurren en la Naturaleza. De hecho ha estado ahí mucho antes de existir estos gerifaltes que destrozan el país, e incluso mucho antes de que este país se autoconsiderase como tal.

En realidad el monte bajo, y el bosque también, pues la diferencia esencial entre ambos ecosistemas es sólo cuestión de tamaño, son el último refugio mental que tengo. Que tenemos en realidad. El bosque de donde vienen las especies y los recursos. Lo que comemos, sea animal o vegetal. Lo que nos permite construir. Lo que nos facilita el oxígeno que respiramos y el agua que bebemos siempre ha estado ahí, y es más importante que decisiones políticas o macroeconómicas. Al menos es más importante en el sentido más puro del término.

Estoy firmemente convencido, y siempre uso esta expresión para referirme a ello, de que nuestro presente y futuro radica en la conservación de ese monte, de esos bosques y sus comunidades vegetales y animales. De los hongos que habitan entre ellos también, y por ende, de todas las formas de vida que comparten el planeta. Sin eso, por perogrullada que resulte, nuestros días están contados. Sin la preservación de dicho entorno toda, absolutamente toda nuestra cultura estará condenada a desaparecer. Para mí no hay mayor forma de espiritualidad que ésta.

Ni mejor forma de conservar el patrimonio. Decía Sinatra que si era capaz de conseguir algo en Nueva York podía conseguirlo en cualquier sitio. Dejando de lado la prepotencia de Gringolandia y todos sus hijos, podríamos extrapolar la frase para aseverar que si somos capaces de preservar el patrimonio vital y genético de esta tierra nuestra podemos aspirar a todo, porque el resultado no será otro que el éxito. Aunque esté construido de fracasos previos.

Esta semana he intentado no escuchar el ruido de los medios informativos, ni de los cotilleos pantojeros, ni de las noticias bursátiles. He sentido paz. Una paz primigenia y reconfortante; la que da el saber que uno nunca está solo, al ser parte de un todo. La que da la conciencia de entender, por fin, que nuestro microcosmos intimista no deja de ser un cosmos igual de importante que cualquier universo. Y tengo felicidad pese a que sea invierno y el invierno casi nunca me hubiera gustado antes. Porque las estaciones no son más que una ficción y un invento de unas gentes que somos otro invento, de otro invento que posiblemente inventamos nosotros.

Feliz semana, amigos. Y a más ver.

Álvaro Clavero