Sierra de Albarracín, un plató de película con calles medievales y paseos a caballo

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Recomendaciones ‘Plan C’ en la Sierra de Albarracín

  • Visita guiada por la ciudad medieval de Albarracín
  • Experiencia gourmet
  • Mundo de los caballos y paseo entre praderas en Moscardón

La Sierra de Albarracín es como esa amiga que nada más verte te abraza muy fuerte, y como esa abuela que nunca quiere que dejes de comer. El paisaje parece estar pintado con un fino pincel, que en otoño entremezcla el amarillo, el rojo y el ocre, y dibuja hojas esparcidas por las callecitas de piedra gris. La comarca tiene 25 pueblos, aunque solo 5.000 vecinos y mil de ellos residen en la pintoresca localidad de Albarracín. Allí comenzó nuestra aventura oficial un sábado por la mañana. La resaca de emociones que nos acompañaba provenía, sin embargo, de nuestra noche anterior en Orihuela del Tremedal. Carlos, Gema, Emilio y Ana fueron los primeros nombres propios del viaje, a los que se sumó el de Isabel solo unas horas más tarde.

Albarracín nos esperaba sobre un espolón rocoso, estrecho, alargado y con forma de media luna. Le protegía el río Guadalaviar en tres cuartas partes y una muralla medieval, en la distancia restante. Dos torres de vigilancia asomaban en lo alto, la de doña Blanca y la del Andador. Esta última dio el nombre a la empresa de turismo con la que hicimos la visita guiada. Isabel nos esperaba a las 10.30 en la plaza Mayor, en frente del ayuntamiento del siglo XVI, cuyos pórticos fueron refugio de los mercaderes. Formamos un círculo donde los llegados de Madrid, Valencia y Zaragoza tenían una mayor presencia y abrimos nuestros oídos para viajar al pasado.

Albarracín. Teruel./ L.C.

Cuando el Califato de Córdoba comenzó a fragmentarse en el siglo XI, la familia bereber de los Banu Razin convirtió Albarracín en una taifa y le otorgó el nombre con la que la conocemos todavía: «Al-Banu Razin», que significa la ciudad de los hijos de Razin. Los musulmanes cedieron el reino tras dos siglos de independencia a la familia cristiana de linaje navarro de los Azagra, y bajo sus manos permaneció un siglo más con soberanía propia, no sin la presión de Aragón y Castilla. El Cid no consiguió conquistarla, tampoco Jaime I que lo intentó sin éxito cuando tenía doce años y tuvo que dejarle la tarea pendiente a su hijo Pedro III. La estrategia ganadora de este último fue esperar extramuros hasta que se quedaron sin provisiones y el castigo posterior, quitarles los fueros y subir tributos. El previsible descontento local lo intentó subsanar otorgándoles en el año 1300 el título de ciudad.

Isabel nos dijo que las calles hacía arriba conducían a la muralla y que hacia abajo llegaban al río; y con ese perfecto plano en nuestras cabezas, comenzamos a recorrerlas. Fieles a su función defensiva, tenían el tamaño suficiente para que pasasen dos caballos. Hacia el cielo, sin embargo, sobresalían los maderos de las viviendas peleando por ganar unos metros extra. Se habían excavado en la ladera, como recordaban las piedras extraídas que adornaban los zócalos. Del desnivel daban buena cuenta las puertas de entrada: una casa que parecía de una sola planta, resultaba ser de seis si la mirabas desde el otro lado de la calle.

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  • Disfruta de las espectaculares vistas de Albarracín
  • Vuelve al medievo de nuestra mano

La irregularidad de las plantas la vimos ejemplificada en la casa de la Julanieta, la más fotografiada de Albarracín; y la distribución interna, solo unos pasos más adelante en la casa museo de la empresa El Andador. Ambas escondían un esqueleto de madera de pino revestido de yeso de Albarracín. Se adivinaba porque cuando este material se oxida otorga a las fachadas un característico color rojizo. De hecho, solo una casa azul -con perdón de la cúpula de la catedral revestida en una colorida cerámica valenciana- disrumpía la estética del conjunto histórico-artístico declarado Monumento Nacional en 1961. Los ganaderos trashumantes que en el siglo XVIII llevaban su ganado a Andalucía durante el invierno, se traían con la primavera algunas costumbres, como el color de las paredes típico de África.

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  • Conoce la Casa Museo ‘El Andador’

Las fachadas de las casas eran espejo de costumbres y de riqueza. Las preciosas celosías de madera ocultaban el cabello descubierto de las mujeres musulmanas cuando se asomaban por la ventana siglos atrás. Los llamadores de las puertas con forma de lagarto, que sin patas más bien parecían serpientes, denotaban poder. Cuantas más cabezas de lagarto exhibías, más rico le decías a la gente que eras y, por eso, en una casa vimos hasta tres. Creían que ahuyentaban el mal, pues el reptil salía a tomar el sol cuando la nieve daba paso al calor, los cultivos brotaban, los ganaderos regresaban, las ovejas se esquilaban y el dinero entraba en casa.

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  • Sorpréndete con los rincones de Albarracín

Isabel, que no perdió la sonrisa en hora y media, tenía el don de convertir en interesante hasta el detalle más nimio. Por eso, en el momento de decir adiós y aún satisfechas de todo lo que habíamos aprendido con ella, nos dio pena dejar de escucharla. Unos trozos de queso, chorizo y jamón en un bar de la plaza Mayor unos minutos después, nos levantaron el ánimo.

No habían pasado ni dos horas de eso cuando nos reencontramos con Carlos y Gema para comer en el restaurante Señorío de Albarracín. Un camarero que se llegó a aprender nuestros nombres, nos indicó la puerta de entrada. El festín de comida que nos dimos tuvo trabajando a nuestros estómagos el resto del día. Solo de recordar las patas de pulpo a la brasa, las mollejas glaseadas de ternasco con puré de patata, la terrina de rabo de toro con majado de cacahuete y el entrecot de vaca poco hecho, nuestras papilas gustativas se exaltan. A la torrija de croissant y a la tarta de queso fluida, armonizadas con vino dulce, podríamos dedicarles un poemario entero.

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  • Saborea los platos del restaurante Señorío de Albarracín

A las 15.00 en punto estábamos en Moscardón. Aunque no de ese sábado, sino del día siguiente. La digresión para hablar de este salto temporal carecería de sentido sino fuera porque en esas 24 horas siguieron llegando a nuestras vidas personas como Toni, con el que cenamos entre risas por la noche, o los amigos de Emilio, a los que conocimos cuando nos invitó a almorzar el domingo. Éramos un grupo multigeneracional que se veía por fuera y se sentía por dentro como una familia. Lo más importante de este viaje no fue ningún destino, sino los nombres propios, como así nos lo terminó de confirmar la vida cuando, en Moscardón, Andrés y toda su tropa de caballos, perros, conejos, cabras, ovejas, gatos, gallos y gallinas nos dieron la bienvenida.

Estábamos en «Caballos Albarracín», un sueño que comenzó a tejerse hace más de 20 años, cuando Andrés lo compartió con unos compañeros de la universidad. Las tardes en el bar sirvieron para trazar la hoja de ruta hasta que un buen día llegó el momento de la verdad: quedaron en un lugar, a una hora concreta y con una cantidad de dinero acordado. Quienes aparecieron, comenzaron el viaje juntos. No fue fácil, aunque sí muy divertido como pudimos adivinar en los ojos de Andrés. Durante ocho años vivió con tres amigos bajo el mismo techo, gestionaron bares e impartieron clases deportivas por los pueblos de la Sierra de Albarracín para seguir adelante.

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  • Vive la experiencia a caballo

La finca, construida con sus propias manos, descansa sobre un paraje natural sobrecogedor. Es un remanso de paz de 50 hectáreas donde los animales conviven en un perfecto equilibrio. Los diez caballos -árabes, lusitanos, cuartos de milla y cruces de las anteriores razas- corrían libres cuando llegamos, y solo bastaron unos silbidos para que galoparan monte abajo hacia donde estábamos. Frenaron en seco y aguardaron nuevas instrucciones. Cuando Andrés les colocó la cuerda, entendieron que las próximas decisiones las iba a tomar quien la sujetara. Cada una cogimos un caballo, Lidia a Ciro y María a Dipiro. Les cepillamos, Andrés les puso las sillas de montar y nosotras nos colocamos los cascos.

«La cuerda es el timón. Hay que lanzar un beso al aire para arrancar, tirar de la cuerda hacia el pecho mientras inclinas el cuerpo hacia atrás para parar y dejar la cuerda en el suelo para aparcar». A la pregunta de que sentíamos antes de montar a caballo por primera vez, la respuesta es sencilla: una inmensa tranquilidad. Eran caballos felices y profesionales, que habían sido criados y entrenados por Andrés desde que nacieron. Su memoria es muy buena y, sin duda, ellos parecían estar llenos de recuerdos felices.

Montar a caballo nos erizó la piel y nos dibujó una sonrisa que nos siguió acompañando aun después de haber terminado la ruta. La maravillosa complicidad que sentimos con el animal nos recordó que la vida son emociones por descubrir y, que solo por esos instantes ya merece la pena vivirla. Ciro y Lidia cabalgaron sin pausa en línea recta. Por su parte, María admiró las vistas e hizo un baile con la cuerda cada vez que Dipiro paró a comer hierba. En la aventura nos acompañaron dos chicas majísimas de Cuencas Mineras, que entendieron nuestro avasallamiento de preguntas, vídeos y fotos, y disfrutaron tanto como nosotras de la experiencia.

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  • La convivencia asombrosa de la diversidad animal

El viaje terminó con el sol escondido y un café bien caliente en el bar ubicado en los bajos del Ayuntamiento de Moscardón. Descubrimos que Andrés, además de ser carpintero, guía de montaña, dar charlas en los colegios y diseñar nuevos senderos, toca la guitarra. Nos habló de jaranas locales en las que músicos y cantantes tenían una perfecta sincronización y prometimos estar calladitas, bailando en todo caso, para que nos invitase. Es cierto que nos va la marcha, aunque nuestra petición solo fue una estrategia para no dejar nunca de escucharle.

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