Beceite, referente micológico con tradición en el Matarraña

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Recomendaciones ‘Plan C’ en Beceite

  • Recolección de setas en el entorno del embalse de Pena
  • Aprendizaje de variedades autóctonas
  • Degustación de un menú gourmet micológico

«Todas las setas son buenas, pero algunas solo lo son una vez», nos dijeron nada más llegar a Beceite. Buena fe dan estas líneas de que la persona que guio nuestra recolección entendía del tema. A Javier Moragrega le enseñaron sus padres y sus abuelos qué setas podía llevarse al estómago, y él nos lo transmitió a nosotras. Nos abrió las puertas de su hogar y recorrimos juntos el monte que conoce palmo a palmo. Ese día no fuimos a visitar el pueblo matarrañense que cada verano multiplica por cinco sus habitantes, sino a husmear en las raíces gastronómicas de los 500 vecinos que viven allí salga el sol o nieve.

Javier nos recibió con un café con leche y una coca de cabello de ángel con almendra garrapiñada en su segunda casa, el Hotel-Restaurante La Fábrica de Solfa. Mientras deleitábamos ese dulce local, preparó tres cestas para que las esporas de las setas se diseminaran por el monte; y otros tantos cuchillos para cortar los ejemplares desde su base y no dañar el micelio. La temporada había arrancado a mediados de septiembre y cuando fuimos nosotras, a finales de noviembre, se encontraba en sus últimas. Sabíamos que la búsqueda no iba a ser fácil, aunque lejos de desanimarnos, a los tres nos divertía más el reto.

La lección inaugural duró lo mismo que el trayecto en furgoneta. Mientras Javier conducía, aprendimos que los primeros robellones aparecen en las cotas más altas (1.300 metros) y que conforme avanzan las semanas se encuentran cada vez más abajo. Nosotras, desde luego, en ascendente no caminamos. También hay que tener en cuenta que la altura, como ocurre con las plantas, determina las diferentes variedades de setas; y que algunas como el «baboso» son más tardías. Ahora bien, el consejo más importante para los principiantes es buscar en la umbría y fijarse en las zonas que estén húmedas.

El embalse de Pena nos recibió con su color azul intenso. Nuestro anfitrión es de los que piensa que «si hay setas, las hay para todos»; por eso, que estuvimos allí no es ningún secreto. Nos perdimos en el pinar, y solo el verde de las acículas y los tonos de nuestros respectivos atuendos, rompían con el ocre del paisaje. En la guía de setas que habíamos confeccionado hacía solo unos minutos en nuestra cabeza, marcamos las variedades más populares de la zona: robellón, trompetilla amarilla, baboso, boleteta, bolet de bestiar y lengua de vaca. «¡Venid aquí!», «¡Subid más arriba!», «¡Mirad en ese lado!». Javier se adelantaba a nuestros pasos y nos daba las instrucciones oportunas. En ese vaivén, vimos algún tímido robellón que no atravesaba su mejor momento, y a unas flamantes trompetillas amarillas que robaban el protagonismo. Al resto de variedades, prometemos ir a visitarlas el año que viene.

«Para nosotros es tan tradicional buscar setas como para los de la comarca del Campo de Borja beber vino», sentenció Javier mientras buscaba con el rabillo del ojo a María, oriunda de Borja. Durante la temporada, los chascarrillos sobre los kilos recogidos vuelan por las calles; y los mayores siempre son la enciclopedia más consultada. A la sabiduría popular contribuyen sin duda alguna las «Jornadas Micológicas» que se celebran el último fin de semana de octubre desde hace más de 20 años. Los temas se van actualizando, aunque hay uno, el del respeto al entorno natural, que nunca pasa de moda.

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  • A la búsqueda del robellón
  • Trompetillas amarillas a la cesta

Con la cesta medio llena, volvimos felices al punto de partida. Nos sentíamos satisfechas con la búsqueda, aunque la sonrisa en la cara nos la dibujaba la degustación de setas que nos aguardaba. «¿Por qué se llama «La Fábrica de Solfa»?», le preguntamos a Javier para saciar una curiosidad que nos acompañaba desde primera hora. «Es el nombre con el que se conoce a este edificio en el pueblo. Algunos dicen que tiene su origen en la clave musical que había en la entrada de la antigua fábrica. Otros aseguran que es porque el propietario siempre llevaba una carpeta debajo del brazo y parecía que se iba a estudiar solfa», nos respondió. La fábrica de papel se construyó a principios del siglo XVIII a orillas del río Matarraña. Fue una de las trece industrias de la zona que aprovechó su caudal para producir papel de gran calidad. Se utilizaba para fabricar naipes, e incluso sobre ese tejido pintó sus cuadros Goya. La fábrica cerró en 1960 y entre los años 70 y 80 se reconvirtió en una granja de pollos.

Con el cambio de siglo, el Matarraña, territorio agrícola y ganadero, comenzó a despuntar como reclamo turístico y los hoteles estaban en tendencia. Javier y sus hermanos, que ya se habían adentrado en el sector turístico con la empresa de turismo activo Senda, adquirieron en el año 2000 la antigua fábrica de Solfa en ruinas. Se arregló la fachada, se hizo una división horizontal del edificio y se reformó la parte que alberga el Hotel-Restaurante La Fábrica de Solfa siguiendo una línea moderna con esencia rústica. Las ocho habitaciones y el restaurante para 25 comensales se inauguraron el 10 de abril de 2009. Desde entonces han pasado por el hotel más de 50.000 personas y hasta 80.000 han degustado su gastronomía. Entre ellas, nosotras.

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  • Del restaurante a la orilla del río Matarraña
  • Tour por las estancias del hotel

A través de las ventanas del restaurante veíamos correr el agua del río Matarraña, el puente que lo cruza y las casas aledañas. En dirección opuesta, los vidrios transparentes de una doble puerta delataban cacerolas sobre unos fogones. Kike Micolau, el cocinero, nos regaló una sonrisa. Después de estudiar Hostelería en el IES Matarraña de Valderrobres, pasó por diferentes cocinas del país y hace cuatro años volvió a su tierra para hacerse cargo del restaurante La Fábrica de Solfa. Desde entonces la carta brilla por ser atrevida y ofrecer platos modernos que beben de la tradición. Los menús gourmet temáticos a lo largo del año son otra de sus señas de identidad y cada otoño las protagonistas son las setas.

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  • ¿Qué se cuece en los fogones?

Los robellones y las trompetillas amarillas que ha recolectado el padre de Javier en estos últimos dos meses inauguran el «Menú Micológico» del 2021. Una croqueta de la primera variedad en escabeche con su emulsión despertó nuestro gusto al maridarla con una cerveza roja suave bien fría. Las trompetillas llegaron en el segundo plato junto al enoki en forma de duxel escondido en un ravioli crujiente. Una «lengua de vaca» puede ser de origen animal y también micológico; y cuando las cocinas, ambas ofrecen un aspecto y una textura parecidos. Con esa ambigüedad como raíz, degustamos unos «fesols» de Beseit estofados. Estas «judías blancas» autóctonas de la localidad matarrañense, a diferencia de las convencionales, tenían la piel muy fina y en el estómago nos resultaron muy ligeras. Javier Moragrega ha sido el artífice de que esta planta leguminosa que dejó de cultivarse se comenzara a recuperar hace cuatro años. Junto a otros dos amigos se encarga de la producción que luego se sirve en el restaurante.

El ecuador del menú llegó con una merluza del cantábrico cubierta con unas láminas muy finas de seta de cardo que recordaban a las escamas. Debajo se escondían unos namecos salteados con Jamón de Teruel que alegraban cada bocado. Una carrillera de vaca rellena de «Amanita Cesarea» y cremoso de romero que se deshacía en la boca de lo tierna que estaba terminó de quitarnos el hambre para el resto del día. El postre, por supuesto, tenía su propio hueco reservado. Un canelón de «Boletus edulis» relleno de requesón descubrió a nuestro paladar nuevos sabores. Sin embargo, la textura de la trompeta negra que la acompañaba, semejante a la de una almendra garrapiñada, nos despertó dulces recuerdos familiares. El toque dulce que puso el punto final a la degustación vino en forma de chupitos de crema de orujo de setas.

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  • Seis platos con las setas como protagonistas

Hacía rato que se había terminado el servicio de comidas cuando nos levantamos de la mesa. La conversación que habíamos iniciado con Javier en el momento del café la alargamos sin mirar el reloj con Kike. Fuimos testigos primero de una ilusión desbordante por un proyecto que pese a los baches de la vida no deja de crecer y más tarde, de las ganas que tiene una persona que llegó hace cuatro años por seguir formando parte de él. Ambos nos transmitieron con palabras que están en el lugar en el que quieren, aunque sus ojos nos lo habían delatado antes. La confianza en esa sobremesa y el calor del fuego que sentimos minutos más tarde terminaron de corroborar la sensación de sentirnos como en casa que nos había acompañado todo el día. 

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