Calaceite, paraíso monumental y natural del Matarraña

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Recomendaciones ‘Plan C’ en Calaceite

  • Ruta patrimonial y vistas panorámicas desde la ermita
  • Desconexión en una casa rural inmersa en la naturaleza
  • Cena bajo la luz de las estrellas

Entre olivos y almendros llegamos a Calaceite un caluroso sábado de verano. Por suerte, esta vez íbamos preparadas. Las botellas de agua se vaciaron al son de nuestros pasos por una localidad con encanto en cada uno de sus rincones. Íbamos vestidas con nuestra mejor actitud, ansiosas por descubrir por qué tantos turistas eligen Calaceite y dispuestas a sacar las mejores fotos, aunque tuviésemos que hacer cola. Qué suerte que un pueblo que apenas llega a los 1.000 habitantes respire vida por todas y cada una de sus esquinas.

La primera parada fue para contemplar Calaceite desde lo alto. Subimos con la furgoneta al monte de San Cristóbal, donde se hospeda la ermita con su mismo nombre, y averiguamos que en su torre se localiza uno de los puntos de vigilancia de incendios cuando sin éxito le pedimos a una mujer, mientras abría la puerta, que nos dejase entrar. Se dirigía a su puesto de trabajo y nos adelantó que habíamos elegido uno de los mejores lugares para contemplar las vistas panorámicas del Matarraña. Capturar la mejor perspectiva del pueblo a la bajada, fue otro cantar. Aparcamos en la entrada de un campo de almendros, a mano derecha viniendo por la carretera de Cretas, y entre tierra labrada y zarzas, hicimos nuestro mejor esfuerzo.

Todavía nos faltaba quitarnos las hierbas de los calcetines cuando llegamos a un parquin en la parte baja del pueblo. Un traguito de agua y a continuar. En nuestro recorrido anárquico nos dio la bienvenida la iglesia parroquial de la Asunción, que a pesar de ser una obra barroca del siglo XVII, se asienta sobre los cimientos de un templo gótico. Desde allí y tras cruzar unos arcos de piedra con unas impolutas vigas de madera en el techo, llegamos a la plaza de España. Esa misma piedra envolvía las fachadas de aquel lugar donde sobresalía el ayuntamiento y también, las casas solariegas con balcones de forja y escudos nobiliarios que se abrían paso por las distintas calles. Solo el verde de las plantas hacía contraste.

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  • Time-lapse de la carretera de entrada a Calaceite
  • Subida a la ermita de San Cristóbal
  • Paseo por las calles de piedra natural

Llevábamos mapa, pero tuvimos que usar el GPS del móvil para no saltarnos ninguno de los puntos de interés. Así es como atravesamos el portal de Maella, una puerta de la antigua muralla que en el siglo XVIII cambió su función defensiva por la religiosa cuando se construyó encima la capilla de la Virgen del Pilar. La misma suerte corrió el portal de Orta, donde se ubica la capilla de San Antonio. Fuimos de uno a otro aprovechando cualquier rincón para fotografiarlo. Es de admirar lo bien que está conservado todo el patrimonio.  

Se acercó el mediodía y tal era nuestro sofoco que irremediablemente entramos a un bar a bebernos una cerveza. En nuestra búsqueda por combatir el calor circulamos varios kilómetros hasta topar con un río. Imaginábamos encontrar un entorno idílico, pero la realidad nos golpeó cuando sentadas en unas piedras nos comimos unos bocadillos de lomo y jamón, sin apenas sombra y con vistas a unas pozas de agua donde la naturaleza se abría paso. El plan inicial falló, pero las risas no nos las quitó nadie.

La carretera que tomamos hacia nuestro siguiente destino fue de las que nos gustan: entre pinares, vacía, sinuosa, con línea divisoria dudosa y vistas infinitas al paisaje matarrañense. La ventanilla bajada y la música ensordecedora nunca fallan. A unos dos kilómetros de la casa rural Mas del Rei nos apartamos de la vía para lucir nuestras mejores galas. En la parte trasera de la furgoneta los trajes de baño dieron paso a un vestido y a una blusa con falda. Quien le iba a decir a María que solo diez minutos después estaría andando con tacones por el campo.

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  • Tour por la casa rural Mas del Rei y sus exteriores

Candela nos presentó el hogar que comparte con otros siete compañeros y compañeras. Una masía del siglo XI construida para hospedar a los comerciantes que se dirigían al mar y, también, según el boca a boca intergeneracional, al monarca de la época; de ahí su nombre. Fuimos a ver el aljibe natural, que junto al manantial y al pozo abastecen de agua a toda la casa y a la finca de 32 hectáreas. «Con los olivos que veis allí servimos de aceite al restaurante, aunque nuestra idea es comercializarlo. Allá tenemos un huerto en el que vamos a trabajar para poder vender verduras y vivir de ello todo el año», nos contó Candela mientras paseábamos. También tienen gallinas y pronto las acompañarán varias cabras, cerdos y un burro. 

Hace dos meses, Candela contactó con Robin Brown, escultor y profesor de literatura inglés e inversor de este proyecto cooperativo. Con personas que se mueven en los mismos círculos culturales del Matarraña, donde ellos se conocieron, decidieron crear un equipo de trabajo que fuera asambleario y horizontal. No hay nadie por encima de otro, colaboran entre todos con las tareas y una vez a la semana ponen en común cómo mejorar. Son una familia donde la confianza y el diálogo son las claves. «Ser sostenible también significa poner a las personas en el centro», nos dijo con mucho acierto Candela.

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  • Cena en la terraza al atardecer

El paseo por los jardines y la media hora en la piscina terminó de desconectarnos de este mundo, aunque el momento álgido del día llegó cuando el sol ya se estaba marchando. Sentadas en la terraza, separadas del bullicio terrenal por la inmensidad de la naturaleza que nos rodeaba, nos tomamos un rosado mientras observábamos como el cielo se tornaba morado y naranja. Cuando las estrellas comenzaron a brillar, nuestras papilas gustativas estaban ya exaltadas. Degustamos una entraña a la brasa que le devolvió a María los recuerdos de sus días por Argentina y con unos palillos chinos probamos el wok de verduras con salsa romescu que la acompañaba. El trío de hummus, el pan bao de pollo con mahonesa de yogur y curry y la fideuá negra al kimchie y wakame nos descubrieron ‘La Carta de Marina’. Era una cocina de fusión, con sabores escandalosamente atípicos y toques de gastronomía asiática.

Nos despedimos del pueblo de Calaceite cuando la aguja del reloj ya había pasado de las 12.00. Volvimos para ser testigos de la magia que se forma cuando las farolas, que sobresalen de las fachadas, y las luces, instaladas en el suelo, alumbran la piedra de los edificios. Sobre nuestras cabezas, el cuarto creciente de luna, imponente en el cielo infinito, nos guió minutos más tarde el camino de vuelta a casa.

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  • Calaceite iluminado de noche

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