Monasterio de Rueda y Escatrón: un viaje en el tiempo a orillas del Ebro

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Recomendaciones ‘Plan C’ en Hospedería Monasterio de Rueda y Escatrón

  • Descubre el Monasterio de Rueda, uno de los máximos exponentes del Císter en Aragón
  • Degusta los productos autóctonos y de kilómetro 0 del Restaurante Hospedería de Rueda
  • Déjate sorprender por la localidad de Escatrón y su oculto retablo

Queríamos evadirnos, tanto que comenzamos a conducir en sentido contrario al reloj hasta llegar a una época pasada donde no existía la prisa. El ruido del tráfico había desaparecido y solo el canto de los pájaros desafiaba el impoluto silencio. Las calles eran bosques; los rascacielos, edificios solemnes; las tiendas, campos de cultivo; el calor del asfalto, la brisa fresca de la ribera del Ebro; y las fuentes, un río entero. Encontramos, seducidas por la naturaleza, el mismo oasis que atrajo a los monjes de la orden del Císter nueve siglos antes. A nuestros pies, se erigía el fruto majestuoso de más de cien años de trabajo, el Real Monasterio de Nuestra Señora de Rueda.

Íbamos de tiros largos aquel día. Era nuestro primer plan juntas después de un tiempo de descanso tras una intensa rodadura. María lucía vestido hasta los pies y Lidia, una falda ligera por debajo de las rodillas, ambas prendas con estampado floral sin previo acuerdo. El calendario decía que estábamos en primavera, pero los 40 grados de temperatura sabían a pleno verano. Al son de un suave taconeo cruzamos la monumental plaza de San Pedro para acceder al templo por el claustro, donde gracias a Dios, el clima eclesiástico nos dio un celestial respiro. El primer rey de la Corona de Aragón, Alfonso II el Casto, fue el artífice, aunque no el autor, de la joya del arte cisterciense que no dejaba parpadear a nuestros ojos. En 1182, otorgó la villa y el castillo de Escatrón a la orden del Císter para proteger y repoblar la frontera cristiana. Los monjes comenzaron las obras en 1202 y en 1238 el monasterio ya se alzaba a la vereda del río Ebro, a medio camino entre Sástago y Escatrón.

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  • Llegada a la plaza de San Pedro
  • Recorrido por las dependencias monacales del siglo XIII
  • La rueda de 18 metros de diámetro en movimiento

Lo último en construirse fue su esbelta torre mudéjar (siglo XIV), a la que subimos por una estrecha escalera de caracol gracias a Jorge, conserje y exclusivo anfitrión que, además de abrirnos puertas, nos contagió el sentimiento de privilegio -el mismo que él vive cada día- al caminar bajo ese techo. También nos regaló unas risas, de esas que te duele hasta el estómago y te aligeran la vida, cuando trató de coger, sin éxito, a una inofensiva culebra que nos aguardaba a nuestra bajada y que terminó deslizándose por medios propios hasta la ventana. Nos dijo Jorge que era una culebra de escalera, aunque nunca sabremos si se refería a la especie o al lugar en el que se encontraba.

La visita al monasterio dura unos 45 minutos, el doble si osas a fotografiarte en cada rincón como hicimos nosotras. La arquitectura del edificio es humilde, sin adornos, en consonancia con la vida de los monjes que lo habitaban. Nos lo contó la audioguía, que partiendo del claustro, nos fue introduciendo a través del sonido por las diversas dependencias monacales, intactas y con el mismo esplendor que en el siglo XIII. De la iglesia -exclusiva entonces para los monjes-, pasamos por la sacristía, y subimos por la escalera de maitines al dormitorio, donde pernoctaban juntos todos los hermanos para fomentar el espíritu de grupo. Desde allí, la escalera de día nos dirigió a la bellísima Sala Capitular, lugar de debate de todas las cuestiones relacionadas con la comunidad. A su lado, el armarium protegía los libros sagrados, y bajo la escalera, el calabozo aguardaba a quienes se comportaban mal.

Los monjes seguían la regla de San Benito, Ora et labora, así que en el locutorio se repartían las tareas agrícolas y desde el acceso colindante salían a las huertas a trabajar la tierra. Justo al lado, más cómodos y calientes gracias a la comunicación directa con el calefactorium, un privilegiado porcentaje de monjes copistas se quedaban en el scriptorium. El recorrido lo finalizamos con un incipiente rugido de estómago en el refrectorio, comedor al que llegamos dos siglos tarde. Al lado, en la cocina, el olor de los guisos ya no se escapaba por la chimenea, y poco importaba ya que en frente estuviera el lavatorio para frotarse las manos con jabón y agua antes de sentarse a la mesa. Dos estancias más aguardaban nuestra visita en el exterior del edificio principal. La cilla, única bodega medieval construida de manera independiente, y la impresionante rueda junto al acueducto de 18 metros de diámetro, que da nombre al monasterio.

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  • Un palacio abacial reconvertido en Hospedería

En el siglo XVII, los monjes dejaron de dormir en un mismo espacio y se trasladaron al palacio abacial, que al igual que la espectacular galería herreriana, se construyó alrededor del monasterio dando forma a la plaza de San Pedro. La orden del Císter fue expulsada en 1836 con la desamortización de Mendizábal y hoy en día esas dependencias albergan las 35 habitaciones y varias suites de la Hospedería del Monasterio de Rueda. Caminar por sus estancias es todo un oxímoron: se respira el espíritu medieval con las comodidades de nuestro tiempo.

Entre esos muros también brilla con luz propia el Restaurante Monasterio, cuyos fogones, comprobamos en primera persona, están puestos en marcha por un personal de lo más simpático. Vimos cortar, hervir, freír, asar, rehogar, condimentar y emplatar los productos autóctonos y de kilómetro 0 que protagonizaban el Menú Gastronómico que nos comimos minutos más tarde.

El aperitivo de bienvenida fue un espectacular ajo blanco tradicional con sardinas ahumadas, cerezas y costrones de pan. El primer plato, tampoco se quedó atrás: bisaltos de la huerta al dente con queso empanado de Samper y olivas negras del Bajo Aragón deshidratadas. Había hueco para el pescado, un taco de atún con costra caramelizada sobre cuna de tierra de sésamo, puré de calabaza asada y habitas contadas en aceite del Bajo Aragón. A la hora de la carne, el hambre había ya dado paso al mero disfrute. Una costilla de ternera a baja temperatura, lacada con su jugo, acompañada de algas wakame y patatas salteadas con col pusieron el punto y seguido a un divertido trampantojo de postre: un falso tomate plantado en tierra de huerto que escondía un semifrío de queso fresco con mermelada de frutos rojos. Fue una comida a la altura de un lugar divino.

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  • ¿Qué se cuece en los fogones del Restaurante Monasterio?

La tarde la continuamos al otro lado del río Ebro. Tomamos, sin saberlo, la misma ruta que los 750 trocitos en los que se dividió el retablo de alabastro dedicado a la Asunción de la Virgen, que decoró el Monasterio de Rueda hasta su desamortización. Se fueron llevando a la iglesia parroquial de Escatrón, poco a poco, desde 1836 hasta 1856, año en que se terminó de montar. Fue un regalo de Sástago, que se quedó con la titularidad del monasterio y las tierras, a la villa vecina. Simón Esquinas, guía altruista de la localidad desde que hace 20 años se enfermó y se jubiló de su trabajo, nos esperaba emocionado en la puerta de la iglesia para descubrirnos esa joya de retablo. Había llegado un rato antes, y estaba construyendo una rampa de acceso para personas con movilidad reducida. La historia que íbamos a escuchar era una confluencia de bibliografía con muchas horas de conversación con la gente mayor de Escatrón. 

Al entrar al templo, nos sorprendieron unas paredes blancas y amarillas. Si se picaran, brotaría detrás la piedra, el mismo material que sustenta el monasterio. Tras el altar, acaparaba la atención el retablo de 1607, colocado en semicírculo, superpuesto, para que cupiese. La anchura de la iglesia desafío a los escatroneros, que además de ganarse la vida en el campo, hicieron malabares para ejercer como albañiles en su tiempo libre. También la altura fue un problema. Hasta 1998, cuando se restauró el lugar, no se descubrió que el último medio metro del retablo había sido enterrado. La ejecución de la obra se atribuye al maestro Esteban y al masonero Domingo Borunda, cuyos rostros, nos chivó Simón, están inmortalizados en ella.

La iglesia parroquial de la Asunción da cobijo a Santa Águeda, patrona de Escatrón. Cuenta la tradición, que fueron unos soldados locales, que regresaban de Sicilia de defender la sublevación de independencia de la Corona de Aragón, quienes trajeron consigo el culto de la Santa Mártir de Catania. A ella, se acogieron para que les protegiese durante la batalla. Ahora, cada 5 de febrero, es su día grande, y las jóvenes solteras acompañan a la Santa en procesión vestidas con la indumentaria tradicional y con unos canastillos con panes benditos sobre su cabeza. A su vez, los escopeteros abren el acto religioso con 2.503 salvas al aire.

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  • El oculto retablo de alabastro al detalle
  • Escatrón patrimonial, un paseo a la fresca de la ribera del Ebro

Además de una fecha reservada en el calendario, Santa Águeda también cuenta en Escatrón con una ermita y un arco, ambos del siglo XVII, en su honor. Esos fueron nuestros puntos de partida de un agradable paseo por la localidad, que continuó por el club náutico y el embarcadero a orillas del Ebro, y finalizó en el mirador del Tozal. El calor ya había amainado y nos envolvía una brisa suave que comenzaba a levantar el vuelo. Sentadas en un banco de madera, nos dejamos agasajar por esas privilegiadas vistas. Entre los tonos ocres de los cultivos de secano, se perfilaba un oasis: el río Martín regalaba sus aguas al Ebro con el Real Monasterio de Nuestra Señora de Rueda como testigo.

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