Moncayo, el dios al oeste que susurra leyendas

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María y Lidia en el Moncayo y Trasmoz./ L.C.

Somos María y Lidia y esto es PLAN C. Estamos recorriendo cientos de kilómetros para buscar experiencias, conocer sitios nuevos y contártelo. Queremos enseñarte Aragón a través de nuestras propuestas de ocio. Conecta con tus ganas de viajar y descubre nuestras historias.

Recomendaciones ‘Plan C’ en el Moncayo y Trasmoz

  • Moncayo, naturaleza en estado puro hasta el Cabezo de la Mata
  • Comida a la brasa entre paredes de piedra
  • Trasmoz y sus leyendas de la mano de Bécquer

«¿Quién no se ha preguntado qué es la poesía mientras clava su pupila en otra pupila?».«¿Quién no recuerda que las oscuras golondrinas volverán a colgar sus nidos en el balcón?». Entre versos por la N-122, pasada Zaragoza y en dirección Soria, se atisbaba el pico más alto del Sistema Ibérico. Aquel que desde su cara norte inspiró «Cartas desde mi celda», «El gnomo» y «La corza blanca» y que en la sur, ya en la vecina provincia soriana, tuvo mención en «El monte de las ánimas». Magallón, Alberite, Albeta, Borja, Maleján y Bulbuente. Atravesamos por la misma carretera un pueblo tras otro con la misma panorámica. Ya lo advierte la canción «Somos la comarca»: el vino es la sangre de los vecinos del Campo de Borja y el Moncayo, su Dios.

Pasado el punto kilométrico 75, nos desviamos a mano izquierda por la CV-003 y cambiamos a la comarca de Tarazona y el Moncayo. Cruzamos Vera, sorteamos Trasmoz y atravesamos Litago. Oficialmente estábamos en el Parque Natural del Moncayo. Una cima de 2.314 metros, 11.000 hectáreas de riqueza vegetal, supuestos seres fantásticos danzando y una historia enrevesada por leyendas que, de boca en boca, pasaron por tinta y se perpetuaron sobre el papel. ¿Cómo entender el Moncayo y su comarca hoy en día sin leer a Gustavo Adolfo Bécquer?

Tras las encinas y las carrascas, ya a la altura de los rebollos y el pinar silvestre, entre claros se veían a lo lejos, cada vez más pequeños, los pueblos que habíamos dejado atrás. Ventanilla bajada y cámara en mano, el cierzo nos despertó las ideas y jugueteó hasta los nudos con nuestro pelo. A unos 1.080 metros nos encontramos con el Centro de Interpretación de Agramonte, pero el freno de mano lo echamos un poco más adelante, en frente del abandonado Sanatorio. No temimos a los cuentos de fantasmas y aparecidos de los que un día allí estuvieron, sino más bien al vals que interpretaban las vigas de madera y a los ecos en nuestra cabeza gritando «peligro de hundimiento».

Entre 1938 y 1978 pasaron cientos de pacientes que, con el mismo afán que Bécquer un siglo antes (1863), buscaron en el aire fresco del Moncayo una esperanza para su tuberculosis. Aunque el poeta no lo hizo detrás de aquellas paredes blancas con contraventanas de madera verdes, atormentadas ahora por grafitis, sino en el Monasterio de Veruela acompañado de su hermano, el pintor Valeriano, y sus respectivas familias.

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  • Ruta hacia el Moncayo
  • Descubre todos los rincones del antiguo sanatorio

Con el cinturón abrochado y sobre cuatro ruedas, esta vez fue el hayedo el que nos acompañó hasta alcanzar los 1.620 metros. Buscábamos paz, pero una treintena de personas intercalando golpes al aire con flexiones nos sorprendieron a nuestra llegada al Santuario del Moncayo. Ahí, en frente de ese edificio integrado por la iglesia y dos amplias casas que funcionan como restaurante y albergue, los de la concentración anual de kárate estilo kyokushinkai se calentaban a base de ejercicio anaeróbico. Nosotras optamos por tomarnos un café.

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  • Visita el Santuario del Moncayo

Con la excusa del «así volveremos» como salvaguarda y porque el tiempo no acompañaba, nos saltamos el ascenso a la cima e hicimos otra ruta. De entre las múltiples opciones fuimos al Cabezo de la Mata. Las primeras hojas a merced del otoño rompían desde el suelo el verde monocromático del pinar silvestre a cada lado del camino. A esa batalla también contribuían, en menor medida y de vez en cuando, los frutos rojos del acebo. Un sendero entre arbustos y robledo, con una pendiente pronunciada y un final de agárrate con dos manos para subir por esta roca porque sino te estozolas, nos condujo a los 1.437 metros. Qué bonitas vistas si el pelo pegado forzosamente por el cierzo a la cara nos hubiera dejado contemplarlas. Ahí estaba el pico de San Miguel con sus 2.314 metros y su circo glaciar del mismo nombre, el cerro de San Juan y el circo de San Gaudioso, y el Alto del Corralejo o Pico Morca con su respectivo circo. A lo lejos, perdiendo altura, saludaban el Morrón de Purujosa y las Peñas de Herrera.

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  • Moncayo, naturaleza en estado puro
  • Corona con nosotras el pico del Cabezo de la Mata

Sin salirnos del Parque Natural y después de la andada, un olor a carne haciéndose a la brasa nos guió sin darnos cuenta a San Martín de la Virgen del Moncayo. Nuestra imaginación prodigiosa se tornó en verdad absoluta cuando entramos al restaurante La Flor. La fragancia del entrecot era envolvente. Para los que somos carnívoros, cada bocado era un paso más cerca del paraíso. En alterne, un vino con Denominación de Origen de Campo de Borja. El arroz caldoso con setas y las alubias traperas con confit de pato y setas fueron otros regalos del cielo, aunque si hubiera que rezarle a algún plato, nuestra devoción va para el flan y la tarta de queso. Las paredes de piedra, el fuego encendido de la chimenea y las mesas con sus bancos de madera invitaban a no irse, pero llegábamos tarde a nuestra cita con la tía Casca.

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  • Reponiendo fuerzas en el Restaurante ‘La Flor’

«Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano, que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca», escribió Bécquer en la séptima carta desde su celda de Veruela. En la soledad de las calles de Trasmoz, solo irrumpida por gatos al sol, relucían en las fachadas de las casas placas con el título de «Bruja del año». Como la de Mª Carmen Campos, duodécima bruja de este pueblo de Tarazona y el Moncayo desde su nombramiento en el 2011. A su antecesora, la tía Casca, nos bastó distinguir «sus greñas blancuscas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes» para reconocerla.

Aunque cuando tuvimos de frente a la bruja, resultó ser de forja. La de carne y hueso, la que tenía como nombre de pila Joaquina Bona y era solo una mujer sabia que conocía el poder curativo de las plantas, murió despeñada a mediados del siglo XIX después de ser linchada. Su alma vagaba por las cañadas y atormentaba a pastores y viajeros. Al menos, eso le contaron de primera mano los vecinos a Bécquer, y eso –y un supuesto encuentro con ella- fue lo que escribió en su carta número seis. Publicada en «El Contemporáneo» no es de extrañar que Trasmoz se consagrara como el pueblo de las brujas a nivel nacional.

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  • Trasmoz de la mano de Bécquer

Las calles cuesta arriba tropezaban sin saberlo con el castillo. Y nosotras, que las seguíamos anonadadas por las siluetas de brujas y los dibujos del maestro de la poesía en las paredes, llegamos a él sin darnos cuenta. Su interior alberga el museo de la brujería y también, el presunto origen –según el Centro de Estudios Borjanos- que le llevó a Trasmoz a ganarse el título del «único pueblo excomulgado de España». Por lo visto, allí en el siglo XIII, bajo el poderío del señor Don Pedro Pérez se acuñaron monedas falsas. Su segundo título, el de «pueblo maldito», se lo ganó  en el siglo XVI. Parece ser que el abad ordenó desviar un cauce de agua y los vecinos protestaron.

En el castillo, no les quepa duda, también estuvo Bécquer. Carta número siete: «Su castillo, como los tradicionales campos de Barahoma y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece a la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con coralleta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe».

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  • Trasmoz y las leyendas de brujas

Con el mismo halo de misterio que perfumó muestro viaje al Moncayo y su comarca, aparecimos con nuestro equipaje en el mejor hospedaje de Borja.   El hijo mayor del Covachino y la hija mayor del Bota de Magallón, que se mudó a la capital comarcal cuando se casaron hace ahora 30 años, nos tenían las camas hechas y las toallas limpias dobladas sobre ellas. Había un festín para cenar y, por supuesto, ternasco a la brasa. La conversación, sin móviles ni relojes a la vista, atravesó la madrugada. «Mientras sintamos que se alegra el alma habrá poesía», dijo Lidia. «Mis padres son poesía», contestó María mientras buscaba con su pupila la pupila de Lidia.

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