Ráfales, la joya oculta del Matarraña
RECOMENDACIONES DE planes DE OCIO

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Recomendaciones ‘Plan C’ en Ráfales
Nos habían contado que en Ráfales, a cada paso que das, encuentras un rincón con encanto. Declarada conjunto histórico-artístico en 1983, la villa cumplió con creces nuestras expectativas. Lo que nadie nos había dicho y con más cariño recordamos es que en la tienda de multiservicios conoceríamos a María Luisa, quien nos descubrió que venden pescado fresco y traen todos los días pan recién hecho desde La Portellada. Su simpatía era arrolladora y sus ganas de conocer a todas las personas que visitan su pueblo, interminables. Se nota que las calles de Ráfales son testigo de un vaivén de personas llegadas de dentro y fuera de España y que el calor humano de su centenar de vecinos las envuelve de tal manera que algunas deciden echar raíces.
En la tienda compramos unas barritas de pan con chocolate que nos alegraron el estómago por la mañana y mientras las saboreábamos comenzamos a descubrir Ráfales. Arco que veíamos, arco que fotografiábamos. Todos eran de piedra y, por supuesto, de siglos pasados. Nada más aparcar habíamos entrado a localidad por el Portal de Boira o de la Monja, una antigua puerta de la muralla que daba acceso a la villa por el lado norte. El siguiente arco con el que nos topamos descubría detrás de él un pequeño patio de armas que tiempo atrás fue parte del Castillo de la Orden Calatrava. Solo vimos las casas particulares que con los años habían tomado el lugar, pero fue divertido imaginarse cómo se viviría allí en el siglo XIV cuando el rey Pedro IV el Ceremonioso otorgó a Ráfales el título de villa y se construyó el castillo.
Nos tomamos un respiro en el lavadero y bromeamos con mojarnos. El día acompañaba, pero a una de las dos no le hacía tanta gracia. Justo al lado nos saludó la Torreta que entre los siglos XIV y XV protegió una de las entradas de la población, conocida ahora como el portal de la Villa. Ensimismadas con los maceteros de lo más variopintos que nos encontramos al otro lado, desde toallas petrificadas con cemento hasta sillas con asientos de barreños, nos sorprendimos con una pequeña puerta de madera que le ganó la batalla de fuerza al brazo de María. Detrás, unas pequeñas escaleras subían para después bajar hasta una cárcel de pozo del siglo XVI, incluida en una ruta de nueve mazmorras de la comarca del Matarraña. Los vellos se nos erizaron cuando empezó a sonar una voz grave y «cascada» y una luz alumbró un profundo hueco excavado en el suelo. Maniatado y colgado del cuello vimos tras la reja un preso, más real que muchos que están vivos.
Ya a salvo, otro arco volvió a flotar sobre nuestras cabezas. Allí mismo estaba el portal de San Roque, que sirvió de puerta de entrada en su día y que posteriormente se consagró a la devoción del santo que le da el nombre. Sin movernos de donde estábamos, descubrimos que encima de nosotras se erigía el Ayuntamiento, adosado a la muralla desde su construcción en el siglo XVI.
Calculamos que en no más de cinco pasos podías acceder a la plaza Mayor para ver la fachada del consistorio con las banderas ondeando. Era el telón de fondo de un escenario rectangular en cuyos lados más largos asomaban pórticos, unos enfrente de otros. Y danzando sobre ellos giramos a la izquierda dibujando una «L» al revés para ver de frente la iglesia de la Asunción del siglo XIII. Desde su puerta se avista a la perfección el bar de la plaza, con menos siglos, pero no menos importante. Allí los vecinos se encuentran, comparten historias y escriben sus vidas. El trajín que hubo allí todo el día nos confirmó lo que ya sospechamos por la mañana cuando nos tomamos un café muy a gusto con el alcalde, José Ramón Arrufat: aquel sitio es el centro social de Ráfales.
En nuestra ruta por el patrimonio de Ráfales no podía faltar el Molí de l’Hereu. Su nombre hace referencia al primogénito que heredó el inmueble, miembro de una familia que poseía numerosas tierras en el Matarraña. Nos contó Luis Fuertes, regente del hotel desde el año 2019, que el molino tuvo un papel predominante en la economía de la época ya que concentraba toda la producción de localidad. Pudimos ver un molino del siglo XVIII que funcionó con tracción humana y animal hasta que con la llegada de la Revolución Industrial lo sustituyó un segundo molino con un motor de queroseno, también expuesto. Las antiguas prensas, las muelas y los numerosos utensilios, todos originales, nos permitieron conocer todo el proceso de producción del aceite.
En los años 90, el Ayuntamiento de Ráfales compró el molino, restauró la almazara del siglo XVIII -trayendo incluso piezas de otros molinos en ruinas- y construyó el hotel de 13 habitaciones, apoyado en la ladera de la montaña. Los vestigios de lo que un día fue son visibles en la misma sala de estar que conserva parte de una prensa. El museo del aceite es un reclamo para el hotel y tener a Luis para que te lo explique detalle a detalle, un auténtico lujo. Después de estudiar Ingeniería y pasar la mayor parte de su carrera profesional enredado con aeropuertos y aviones, en 2019 decidió cambiar de vida. Amante de la naturaleza y de la montaña descubrió el Molí de l’Hereu y, desde entonces, está asentado en el Matarraña.
No fue casualidad que aterrizáramos en su casa al mediodía. Sabíamos que después del viene y va de la mañana nos entraría hambre y que la chef Conchi Callejas estaría en la cocina. Ha trabajado en países como México, Irán y Suecia y sus platos son de todo menos corrientes. Entran por los ojos de la cantidad de colores y detalles que tienen. Y en la boca son una explosión de sabores. En el jardín, acompañadas por Duque, un amigo canino que nos recibió desde que atravesamos la fachada azul añil del edificio, deleitamos un entrante individual más, a compartir, tres primeros, tres segundos y tres postres. Cada plato, con productos de primera calidad y verduras y hortalizas ecológicas, fue una sorpresa hasta el final. El escenario idílico fue, sin duda, el mejor maridaje. Verde que te quiero verde. Verde césped. Verdes ramas. La sombrilla sobre nuestras cabezas y Duque en las patas.
Un festín y una botella de vino después, con ganas de volver al Molí de l’Hereu sin todavía habernos ido, y contentas por lo primero y lo segundo, nos pareció buena idea ir al Jardín Botánico justo enfrente del hotel para despejarnos. Tiene un centenar de árboles y arbustos y cincuenta plantas medicinales con sus respectivos carteles explicativos. De unos a otros llegas a través de senderos sin ruta fija y lo mejor de todo, al estar al otro lado del barranco, son sus inmejorables vistas de Ráfales.
Nos encantaría contaros que sacamos fuerzas de donde no las teníamos y caminamos más de media hora por un camino sinuoso y con pendiente pronunciada hasta llegar a la ermita de San Rafael. Pero no fue así, subimos en furgoneta. Los vecinos nos dijeron que mejor sobre ruedas y a nosotras nos encanta seguir las recomendaciones locales. Entre pinos vislumbramos el edificio del siglo XVIII de planta rectangular y una sola nave dividida en cuatro tramos por arcos de diafragma que se corresponden en el exterior con contrafuertes. En lo alto no le faltaba la campana que, no os quepa duda, hicimos sonar. Con unas impresionantes vistas del Matarraña y a la hora del atardecer pusimos fin a nuestro plan. Los gintonics en la plaza Mayor, ya son otra historia.
