Decíamos hace algún tiempo, refiréndonos al heroísmo de los que, sin rehuir el riesgo, se han adentrado en el ámbito abismal de la enfermedad y aún de la muerte –muy distinto del que penetra audazmente en la frontera de lo ignorado y desconocido que sería lo verdaderamente heróico-, que sin menoscabo de su mérito, lo verdaderamente eminente es la consciente asunción del peligro sin rehuir sus consecuencias. Es la diferencia que media entre la aceptación del peligro, y el acatamiento del riesgo que comporta la aceptación de tal o cual acción, lo que nos lleva a una parcela tan procelosa como la de la Filosofía.

En la aceptación del peligro y el acatamiento del riesgo confluyen no sé si la Metafísica sólo, o también la Ética. Y éste es el punto en que nos quedamos el 13 de abril pasado con el heroísmo de los médicos, constreñidos por la falta de papel, cuando el discurso se dispersó por otros predios y prometimos referirnos al gesto de los valerosos sanitarios que nos cuidan y los benefactores que nos acercan el pan nuestro de cada día. Una cosa es ser contagiado por alguien al pasar, y otra distinta exponerse al contagio probable por atender a un infectado o tratar a un paciente: ésta es la diferencia entre la audacia temeraria y el heroísmo consciente, ambos necesarios pero el último más próximo al sacrificio constante que el primero, que se halla impulsado más por el arrojo que por la reflexión.

¿Es más la audacia y el arrojo, que la serenidad y el sacrificio? Depende de la perspectiva del paciente, pero en todo caso ambas perspectivas dan solución a situaciones diferentes, porque la actitud pronta e instintiva tal vez es la que salva, pero la paciente, analítica y reflexiva, es la que cura. Y aunque ambos comportamientos no participasen de los dos impulsos que observaron esos ángeles sanadores de bata blanca –o del color que fuere-, durante estos aciagos días de prueba, fueron todos los que se afanaron, compitieron, se «estresaron» y sufrieron por gentes a quienes no había pre-sentado nadie, pero que fueron capaces de ofrecer valerosamente sus vidas –muchas más de lo que parecería creíble- para poner una barrera a veces infranqueable entre cada uno de esos «condenados» y la muerte.

No bastan estas líneas para homenajear a todos los que han luchado contra el «coronavirus» y menos aún contra los que han dejado su vida en el empeño. Ni tampoco para vilipendiar y maldecir a los que han engordado su miserable patrimonio contante, con operaciones criminales, importaciones y exportaciones, muchas veces en dos costas del mismo país donde un día les amortajarán las olas y los devorarán los peces para mostrarles que los beneficios de su rapacidad la han rechazado incluso los monstruos del mar, que no han valorado su mercancía más que el cardúmen sus billetes, para enseñanza de depredadores, larvas, alevines mínimos, tiburones blancos, parásitos necrófagos y otras sabandijas.

Darío Vidal