Suenan las campanas anunciando que llegan las doce del mediodía: hora de ir a misa. Emiliano, el ex alcalde, sigue llevando la caja de pastas y la botella de mistela para hacer entrar en calor a los feligreses que, poco a poco, comienzan a reunirse en la puerta de la iglesia.

Eulogio nunca ha comulgado con las ideas que promulga Mosén Domingo, pero no se pierde un sermón. Puntual asciende las escaleras para sentarse en el coro y desde ahí contar una a una las personas que asisten a la liturgia y, por supuesto, las que faltan. Mueve sus dedos sobre el respaldo del banco de madera mientras cuenta los minutos que le quedan para salir, tomar el vermú y jugar al guiñote.

La Pilar no es la misma desde que comenzó esto de la covid. No se saltaba ninguna misa y mírala ahora, recorriendo el visillo de la ventana para seguir desde su casa la procesión. Santiago también se queda en casa, él prefiere verla en la televisión, ¡dónde va a parar!

Era el primer día en el que Lola volvía a misa desde que perdió a Vicente. Ha vuelto a saludar a sus vecinos, a leer y, por un momento, a olvidar la rutina de un invierno que se le está haciendo más frío de lo esperado.

Isabel ya tiene todo preparado. Se ha puesto su carmín y estrena el abrigo que le dio la Juanita. La que sigue siendo su mejor amiga que, después de perder a su marido, ha vendido su casa y vive con sus hijos en Zaragoza.

Así transcurre el «Día de misa» en nuestros pequeños pueblos. Más allá de credos y de instituciones eclesiásticas, se convierte en un día especial en el que se puede ver la increíble resistencia y fuerza de nuestros mayores.

Isabel Esteban