En mi familia siempre hemos creído por encima de todo en el amor incondicional hacia nuestros seres queridos tal y como son. En el mundo hay tantas formas de ser como personas se pueden contar. La vida me enseña cada día que las situaciones y las personas con las que te encuentras van forjando tu personalidad y la cambian constantemente. Nos enseñan cosas nuevas e, incluso, nos prueban que algo que creíamos no es cierto o no nos conviene simplemente; que un día puedes creer férreamente en algo y al siguiente desmontarse por completo. Como mi madre siempre repite, «todo ese mal carácter se te irá relajando con los años». Llevo escuchando esas palabras desde que tengo uso de razón sin creerlas, pero mi padre me demostró hace dos años que, como siempre, tenía toda la razón del mundo.

A mediados de 2020 le diagnosticaron un cáncer, por lo que todos estábamos aterrorizados, pero la vida me enseñó una vez más que puede ser bonita cuando quiere y consiguió salvarse. No obstante, esto llevó consigo un proceso psicológico que me demostró una cosa más: las personas sí cambian. El carácter de mi padre se transformó. Él siempre ha sido algo peculiar, con un temperamento fuerte y distante que yo misma adopté: queremos, pero no lo demostramos. Esto era a lo que nos tenía acostumbrados, y cuando una persona se acostumbra a algo se convierte en su comodidad, en parte de su hogar.

Sin embargo, ver lo que uno significa para los demás, aunque sea en la situación más complicada, deja huella sin ninguna duda. Así, él pasó a ser mucho más cariñoso y atento. Como he dicho, la vida me demostró que las personas sí cambian, y que lo hacen de la forma más inesperada. Además, me enseñó una realidad que no esperaba, y es que nuestro hogar se encuentra donde está nuestra comodidad, donde reconocemos lo que vemos y sentimos, y eso nos hace sentirnos seguros. Adoro el cariño que nos da a día de hoy, pero a veces echo de menos al gruñón que yo misma llevo dentro.

Esperanza Estévez. Huellas de palabras