Vuelve el otoño y con él vuelve la escuela. Recuerdo con cariño los modestos preparativos que hacíamos en este periodo en mi infancia, eso sí, siempre acompañados de una gran ilusión. En los primeros años, nos bastaba disponer de un plumier con lápices, negro y de colores, una goma y un fino cuaderno, todo metido en una cartera de asas. Más tarde, ya llevábamos la Enciclopedia Álvarez, un texto que lo tenía todo, y solo en el instituto comenzaríamos con libros para las distintas asignaturas, eso sí, profundamente austeros, en blanco y negro y llenos de letra.

Dejando el pasado a un lado, sin que se nos olvide porque es la raíz de dónde venimos, ahora los ejes del debate están en el papel de los medios digitales y la presencialidad en la educación. Empezando por esto último, existe acuerdo: la pandemia nos enseñó la importancia de vernos cara a cara, rozarnos y abrazarnos. Hoy, pese a que el virus no está vencido, la vacunación generalizada nos está permitiendo recuperar parte de la normalidad, siempre sin perder la responsabilidad. Para la escuela, hay consenso en que la presencia física en el centro, la interacción, formal en las clases e informal en los pasillos y recreos, son clave para educar seres humanos capaces de integrarse en una comunidad.

Otro debate es la digitalización como vehículo educativo en las aulas. Indudablemente si los trabajos se digitalizan, bien habrá que educar desde y con medios digitales. Pero atención, con cautela y equilibrio porque la imagen no es lo mismo que la palabra, no configuran del mismo modo la capacidad intelectiva y hay que seguir indagando cómo usarlos para que sumen y no resten. Hace unos días, circulaba en twitter una frase sacada de un artículo del prestigioso New York Times que decía: «la educación digital es para los pobres y los estúpidos». Parece ser que era una mala traducción de un artículo de Nellie Bowles, que desde Silicon Valley, cuna del mundo digital, hablaba sobre el uso de pantallas en la clase alta, media y baja. Una revisión del mismo puntualizaba la idea así: «Conforme aparecen más pantallas en las vidas de las personas pobres, las pantallas están desapareciendo de las vidas de los ricos. Cuanto más adinerado eres, más gastas para no tener pantallas cerca de ti.» Desde luego, da que pensar. Pensemos, pues, y debatamos cómo armonizar pantallas, libros e interacción social.

Carmen Magallón. Nuestro mundo común