Se acaba de cumplir un año desde que esta pandemia nos encerrara en casa y pusiera de manifiesto el valor del cuidado en nuestras vidas, el valor de las prácticas de cuidado. El cuidado siempre ha estado ahí, pero no lo veíamos. Y no lo veíamos en la persona que lo que ejemplifica mejor que nadie, la cuidadora por antonomasia, a saber, la madre. Cuando digo madre puede ser la madre biológica o la persona que se ocupó de cuidarnos en los primeros años de nuestra vida, la que estuvo pendiente de todo aquello que el cuidado pide en ese periodo: alimentación, limpieza, socialización, por mencionar algunas de las tareas que exige la dependencia humana.

Se habla poco de las madres, se escribe poco y se reivindica poco su papel. Las tareas de cuidado se naturalizaron y ya sabemos que la cultura, la nuestra al menos, devaluó la Naturaleza y todo lo que consideraba natural. Así el cuidado, a cargo mayormente de las mujeres, también fue devaluado. Las propias mujeres han reivindicado poco a la madre. Las primeras olas del feminismo sintieron que la sociedad igualaba mujer a madre en un reduccionismo que eliminaba la libertad femenina. Como reacción, muchas consideraron que la liberación de una mujer vendría con su rechazo a ser madre. Afortunadamente, esto cambió en los últimos años. El feminismo ha visto que las mujeres defendían una libertad que no dependiera de ser o no ser madre. Y que el cuidado atribuido era un trabajo social imprescindible del que los hombres tenían también que corresponsabilizarse.

Nuestra madre, la mía y de mi hermano Salvador, se llamaba Carmen Portolés Cortés y en estos días hubiera cumplido cien años. Había nacido en Santolea, aunque desde bien pequeña vivió en Alcañiz debido a que el pantano inundó las tierras de sus padres. Era muy inteligente y le encantaba estudiar. Para ir a la escuela, entonces situada en el Cuartelillo, desde la torre Matarile donde vivía la familia, cada día recorría varios kilómetros. Cuando estalló la guerra tenía quince años, pero ya antes hubo de dejar de ir a clase para participar en el cuidado de sus ocho hermanos. Mujer profundamente religiosa, nos dejó hace cuatro años, a sus noventa y seis, pero sus cuidados y su ser permanecerán siempre en nosotros, sus hijos. Un feminismo que reivindica el cuidado tendría que valorar más lo que hicieron las madres.

Carmen Magallón – Fundación SIP y WILPF España