Como cada San Isidro los campos se visten de un verde intenso y radiante. Lleno de vida, rinden homenaje a su patrón. Este año, tras un tiempo con las celebraciones en barbecho, han vuelto a disfrutar de jornadas festivas en las que el sol, reencuentros y esperadas lluvias han sido protagonistas.

Cada persona posee una visión particular de esta época. En mi caso, cada vez que llega el mes de mayo pienso en ir al campo para ver las amapolas o, mejor dicho, los ababoles. Hay que rendir homenaje a esta palabra tan nuestra que, nada más y nada menos, se encuentra en una aventajada entrada en el diccionario de la RAE; concretamente es la quinta entrada, entre «ababillarse» y» abacá».

Conforme aumentan las temperaturas y avanza la primavera, espero ansiosa ver en cada rincón los elegantes tallos que sostienen la flor de la amapola. Ese escarlata que brilla entre los trigales. Y es que, esta mala hierba, es la reina indiscutible de mayo.

Paseo entre los caminos para admirar cómo delicadas y salvajes, regalan escenas que han inspirado a artistas a lo largo de la historia. Mientras avanzo me asalta un recuerdo infantil: el truco de magia que mi padre me hacía cada vez que llegaba el mes de mayo.

Con disimulo cogía uno de los capullos de las amapolas; el de mayor tamaño. Sacaba de su bolsillo los polvos mágicos. Mientras yo espolvoreaba la flor con los polvos que con delicadeza había depositado en mi mano, mi padre iba deshojando el capullo y… ¡solo faltaba el truco final!, «dar los tres soplos mágicos».

Yo, con toda mi capacidad pulmonar, hinchaba mis mofletes como un globo y ¡magia! El capullo, abierto, dejaba libres los suaves y rosados pétalos regalándome uno de los mejores momentos de mi infancia que me sigue robando una sonrisa cada mes de mayo.

Isabel Esteban. Las cosas que importan