Durante mi infancia mi familia se estableció en Marruecos, entonces Protectorado español. Los niños jugábamos en el patio de la escuela a ser de una de las tribus saharauis nómadas que vivían en los infinitos mares de arena y ocasionales oasis, rincones de verdor y agua, cuya situación sólo ellos conocían con exactitud. Era un laberinto de miles de kilómetros de dunas doradas que se desplazaban al capricho del viento o de ásperos pedregales de centenares de kilómetros, llamados «hamadas», donde sólo los camellos pueden desplazarse. Formábamos dos bandos: legionarios españoles y guerreros saharauis. Yo solía alistarme en el bando saharaui, más libre, ligero, astuto y escasamente disciplinado. En el patio se oían nuestros gritos: «yo soy saharaui» y el desafiante y orgulloso «y yo, legionario». Por supuesto terminábamos aprisionados y maltratados por los «legionarios».

A finales de los 50, viví la independencia de Marruecos, la entronización del Sultán Mohamed V, que tomó el título de Rey con apoyo de Francia y algunos momentos de tensión popular sin consecuencias graves. Unos años después comenzó la repatriación voluntaria de la mayoría de los españoles. Volví posteriormente a mis amadas tierras marroquíes, en diversas ocasiones, con la misión de realizar crónicas políticas y reportajes para el periódico que me enviaba. Para entonces, eran los años setenta, se llevó a cabo una osada maniobra política y militar que el Gobierno marroquí estaba maquinando con el apoyo logístico secreto de Estados Unidos. Se trataba de la «Marcha Verde», una desharrapada multitud organizada de unos 300.000 ciudadanos marroquíes, trufados de policías y militares vestidos de paisano, que entró en el territorio del Sahara español violando la frontera y desafiando, desarmados todos, al ejército español desplegado en la zona. Hassan II, el rey de Marruecos, aprovechaba el momento adecuado: el vacío de poder creado por la enfermedad terminal de Franco.

Las presiones de la ONU, de Washington y de algunos otros países causaron en definitiva el vergonzante abandono del Sahara por las tropas españolas el 27 de febrero de 1976, (a pesar de las promesas de apoyo y protección que les habían dado a los saharauis los más altos representantes del Gobierno español). De esa forma se allanaba el camino a la dominación militar marroquí de un territorio inmenso, cuyas riquezas ambicionaban no sólo Hassan II, sino otros países de Europa y los Estados Unidos. Había un apoyo generalizado al régimen de la monarquía alauita que siempre había hecho gala de un islamismo moderado y dialogante y un amistoso afán por atraer inversores poderosos.

La guerra de guerrillas del Sahara -primero contra los españoles en los 50 y 60 y después contra los marroquíes- se cronificó sobre todo tras la construcción del vigiladísimo muro marroquí y siguió en estado latente y esporádico pero vivo, durante decenios. Hubo un historial bélico lamentable con ataques genocidas de la aviación marroquí: se usaron bombas de fósforo y napalm contra la población civil saharaui en sus campamentos. Fue una guerra desigual en sordina informativa.

Años más tarde volví al Sahara ex español, junto a otros periodistas, invitados por Rabat para comprobar «in situ» la «triunfante marroquización» del Sáhara. No se nos permitió adentrarnos en el país y se nos mantuvo en la capital, El Aaiún (adaptación fonética al español del nombre árabe de la zona que significa «lugar de manantiales y fuentes»), durante toda la estancia, con la sonriente pero férrea vigilancia de los policías de paisano que nos acompañaban, casi hasta el baño. El colmo de la desfachatez fue la entrevista que se nos ofreció con varios jefes tribales saharauis que habían cambiado el carnet de Senadores españoles franquistas por la nueva tarjeta de identidad marroquí. Fue un acto teatral que avergonzó a los periodistas y donde más de uno -según confesaron después- estuvo a punto de gritar «yo también soy saharaui».

Nadie se atrevió, como es de suponer, y los intentos por conectar con saharauis «de verdad» o con agentes del Frente Polisario, fueron totalmente frustrados. La mayoría de la población era marroquí, de otras partes del reino, que habían sido «convencidos» para asentarse en el territorio, bajo dominio militar severo.

Dos meses después de esta visita, el Frente Polisario me invitó a viajar a Tinduf (Argelia) para conocer las condiciones en las que vivían los saharauis de los campamentos protegidos por los argelinos. Conocí la pesadilla de una ciudad de grandes contenedores metálicos, la precariedad de barrios enteros de tiendas de campaña, la escasez de agua y alimentos, el reguero de ayudas de ONG internacionales (varias españolas) que apenas mitigaban las necesidades básicas de una población en crecimiento constante. Y en el plano militar, el hostigamiento permanente entre los guerrilleros del Polisario y la máquina militar marroquí bien pertrechada y alimentada, vigilando el inmenso muro defensivo construido por Marruecos.
De esta historia proviene la causa profunda que provocó la «segunda marcha» de marroquíes necesitados y deseosos de abandonar su país, que asaltaron la frontera española en Ceuta, con el apoyo y la tolerancia de la policía marroquí a la que, por cierto, los españoles pagan y pertrechan para impedir estas invasiones «pacíficas». La excusa, la hospitalización del líder del Polisario en un hospital español, maniobra humanitaria pero absurdamente falta de visión política y diplomática que se permitió nuestro Gobierno. Y así hemos tenido una nueva versión de los históricos chantajes marroquíes a diferentes Gobiernos españoles, desde los antiguos enfrentamientos bélicos directos de principios y mediados del siglo pasado hasta el momento. Marruecos sigue jugando con el «amigo y vecino» español, con cartas marcadas y a veces «de farol». Siempre lo ha hecho. Lo malo es que no aprendemos…o no sabemos.

Alberto Díaz Rueda. Periodista y escritor