Un virus insignificante, discretamente mórbido y desconocido, nos ha desorganizado la vida éste año aún sin desbaratarla. Ha cerrado las Fallas, clausurado la Feria de Abril, abolido los Sanfermines y postergado la festividad de Nuestro Señor San Jorge, patrón de Aragón. De modo que un bicho despreciable e invisible del que ni siquiera teníamos noticia, ha tenido la audacia y el descaro de dejarnos «compuestos y sin novia» cuando iba a hacer veinticinco años –que los ha hecho hace dos días– de que a un grupo de locos se nos ocurriera festejar por esas fechas, el triunfo del egregio jinete deslumbrante en los llanos de Alcoraz, sobre la insidia del Mal, con el muy liviano «ramico de bienquerer» del que se proveían los hortelanos de Alcañiz el día del Santo para decirle a una muchacha que la amaban con todo el corazón, ahorrando el dispendio de vidas y energía.

Nadie sabe si propusimos una conmemoración, una representación, una glorificación, o una fiesta. Nosotros tampoco. Pero lo cierto es que superamos todas las dificultades y los caballos dejaron de caérsenos en la Plaza, que los portantes del temible dragón, tan inquieto, no zozobraron, que las parejas de hortelanos evolucionaron sin un error desde el último ensayo general, que los jinetes, apenas ensayados, se irguieron hasta las últimas notas del himno de Aragón imponiéndose a sus monturas, y que la evolución de los personajes nos erizó el cabello mientras los niños miraban ojipláticos el prodigio que contemplaban.

Desde entonces han pasado veinticinco años y se han sucedido tres relevos concejiles. Muchos de ellos no conocen la historia, el proyecto, los retos, el miedo, los «plus-ultras» que supusieron, y lo que costó seguir hasta que aquella locura evolucionando a la vez con soldados, jinetes, monturas y resbaladizos cantos rodados del Guadalope, que parecían conspirar contra la verticalidad de las caballerías, se convirtieran en un hábito. Esas cosas se olvidan y es bueno que así sea. Nadie pretende vivir del recuerdo ni ha pro-curado medrar a su costa, como algunos profesionales del espectáculo han pretendido. Y si alguien hubiese sentido alguna vez la tentación de ponerle firma a esta aventura, ha venido en buena hora el episodio del Virus de la Corona –lástima que a costa de tanta tristeza y tanta muerte– para recordarnos que los sentimientos cuanto más vivos y sentidos son más anónimos. Que nadie salvo algunos generales reivindican el valor del sacrificio de sus muertos, como nadie firmó las arquerías de Segovia, la desaparecida Naumaquia de Calahorra, los audaces proyectos de abastecimiento de las ciudades del Imperio y los ingeniosos e intrincados corredores de los Circos en que se holgaban los convecinos. Eran proyectos sin firma, modestos pasos anónimos para afianzar otras pisadas que iban a dar nombre a edificios, templos, sarcófagos ilustres, senados, teatros, circos y lugares para vivir y morir los ciudadanos, más allá de sus proyectos personales y de su historia. En eso consiste una cultura.

Darío Vidal