«Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás»
Bien, amigos lectores, pues así, directamente, sin preámbulos ni preparación, utilizando un tono directo, crudo, desacomplejado y cruel, con unas primeras frases que hieren al lector en este primer contacto con el texto, empieza la moldava Tatiana Tibuleac su primera novela editada: «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes». Una novela que ha sido uno de los grandes descubrimientos de la literatura europea actual, que en nuestro país ha sido galardonada con el Libro del Año por la Asociación de Librerías, que ya lleva su sexta edición y que, sobre todo, es una auténtica maravilla; una novela bella y arrebatada como solo lo pueden ser los textos escritos desde las vísceras.
Quien narra la historia es Aleksy, o la memoria de un Aleksy despiadado e inestable, con problemas mentales y de comportamiento, irascible y desalmado, recordándonos un pasado traumático y violento, con el insufrible peso de la muerte de su hermana pequeña a sus espaldas… Todo ello se traducirá en una feroz rabia contra una madre que no ha sabido amarle, una madre abandonada por su marido y por el mundo, pero que no se dio cuenta de que aún le quedaba alguien a quien amar.
Y, sin embargo, Tibuleac nos tiene reservada una doble sorpresa. Una sorpresa que afecta a la sustancia del relato, y otra a su temporalidad. Vemos a un Aleksy adulto, convertido en un pintor millonario, pero que debido a un bloqueo mental no puede ya pintar. Su psiquiatra le recomienda revivir los años de la infancia, esa cruel relación materno-filial, cuando menos la última vez que la vió. Aleksy rememora, así, el último verano que pasó con su madre en un pueblecito de Francia, cuando ya le habían diagnosticado a ella la enfermedad terminal. Este es, pues, el relato de un verano de reconciliación, de tres meses en los que madre e hijo por fin bajan las armas, espoleados, quizás, por la llegada de lo inevitable y por la necesidad de hacer las paces entre sí y consigo mismos. La autora nos acompaña también estilísticamente en ese proceso de comprensión de lo sucedido que lleva al joven a recomponer la relación con su madre, y lo hace con una prosa, esta vez, delicada y bella, de un irremediable encanto.
Este talento desbordante de Tatiana Tibuleac capaz de adaptar su prosa al estado anímico de sus personajes -que tanto nos recuerda a la gran Agota Kristof-, hace de la lectura de esta novela una experiencia verdaderamente inolvidable.
Una escritora a tener en cuenta, y a la que habrá que seguir muy de cerca.
Miguel Ibáñez. Librería en Alcañiz