Dicen los entendidos en arte, que el radicalismo con que pintó Manet sus cuadros eliminando los medios tonos sin pensarlo dos veces, que la libertad con que utilizaba las sombras de las figuras como le convenía o el autoproclamado derecho de pintar con los colores y las tonalidades que más le gustaran -no con los más convenientes-, fue lo que impulsó el impresionismo y cambió el rumbo de la pintura moderna. Además, las constantes contradicciones de su carácter fueron una ventaja porque fue capaz de combinar lo que parecía imposible: Velázquez con la fotografía de su tiempo o con las xilografías japonesas. Fue, en verdad, un genio de su tiempo, pero no un bohemio, su ideal no era entregarse a las pasiones y vivir con lo puesto. El quería, sobre todo, exponer en el salón oficial de la Academia -al contrario de Degas o Cézzane-. Cuando la fama empezó a rondarle, llegó la enfermedad: un problema circulatorio crónico que afectaba, sobre todo, a sus piernas.
En mayo de 1880, Edouard Manet viaja a la clínica Materne, cerca de la costa oeste de Francia, sus piernas estaban ya casi paralizadas; pero no mejoró. Tres años después y tras varios ingresos y una gangrena cuya consecuencia fue la amputación de su pierna izquierda, el pintor, el genio, fallecía en su casa de París a los 51 años de edad. Pero hasta entonces siguió capturando incansablemente su mundo en bocetos, en pinturas al óleo… y en un diario personal que, según se cree, se perdió. O no, porque ahora lo podéis leer bellamente recreado por la maravillosa novelista norteamericana Maureen Gibbon.
En ‘El cuaderno perdido de Eduard Manet’, Gibbon, a la vez reconocida experta en la vida y obra del artista (ya nos deleitó con «Rojo París», novela que trata la relación de Manet con Victorine Meurent: musa, amante, modelo y muy buena pintora), imagina un diario privado escrito entre abril de 1880 y marzo de 1883. Un diario en el que Manet confiesa sus miedos y anhelos como artista incomprendido, como amante pasional y también, muy a su pesar, como enfermo que se aproxima a la muerte. Magníficamente ambientada en los círculos artísticos de la Francia del XIX, esta es una novela bella y sensible que nos acerca a los últimos días del genio, y que os recomiendo con auténtica pasión.
La crítica ha dicho: «Manet sabía que la vida era demasiado corta para querer pintarlo todo. Pero cómo resistirse, cómo permanecer indiferente al espectáculo de la belleza del universo, de las alas de un enjambre de libélulas, de la luz reflejada en una gota de rocío… Manet lo sabía, y Maureen Gibbon ha sabido contarlo de la mejor forma que se podía contar». Una auténtica delicia.
Miguel Ibáñez. Librería de Alcañiz