En la familia Andreu Trullén la Semana Santa se vive con fe religiosa y toques de tambores a partes iguales
Sentado en su sillón está tranquilo. Antonio Andreu Félix está más cerca de los 90 que de los 80 y la edad a estas alturas no perdona. Está atento a lo que pasa a su alrededor y sonríe cuando se dirigen a él. Bien sabe que están hablando de su persona. «El que empezó a tocar un tambor en esta casa fue él», dice Isabel Arnas.
Su nieta estima que entonces sería un veinteañero, un cálculo que apoya su tío asintiendo con la cabeza. También Antonio de nombre, mira a su alrededor y sonríe. «Me acuerdo de esos años en los que veníamos todos aquí y nos vestíamos con el jaleo típico: uno buscaba el pañuelo, el otro se preocupaba de ver si llevaba bien la túnica, otro con los palillos… Solo cuando mi padre y mi madre nos daban el visto bueno nos íbamos a Romper la Hora». A veces ese momento pillaba a la familia en una de las calles contiguas. «Las prisas… Pero muchas veces sí que llegábamos a tiempo», ríen.
El abuelo, que además pertenecía a La Piedad, empezó con bombo y colgó la maza cuando sus tres hijos, Manoli, Victoria y Antonio, eran pequeños. Se retiró pronto de los toques pero parece que estuvo el tiempo suficiente como para transmitirlo a los suyos. «Siempre hay excepciones pero por lo general, y sobre todo entonces, la gente no se hacía mayor tocando», reflexionan.
Manoli se une a la conversación. Es la madre de Isabel. «Mi padre empezó en los años 50 y no fue hasta los 70 que yo era «jovencica» cuando el toque empezó a tener mayor auge, así que, no eran muchos los que salían. Él empezó con un bombo de un tío suyo», dice.
La familia siempre ha estado muy vinculada a la Semana Santa de muchas maneras. Los primeros recuerdos de Isabel los tiene con sus abuelos Antonio y Josefina. «Mi prima María -hija de Victoria- y yo nos quedábamos con ellos en el coche al lado del Monumento al Tambor a ver pasar la procesión», sonríe. Eso duró hasta que cumplió los cuatro años y se colgó, como su abuelo, un bombo al hombro. Con su prima sucedió lo mismo, en cuanto tuvo fuerza, fue una más tocando los tambores.
«Lo toqué hasta los 13 cuando al tener que pasar al grande me cambié al tambor», añade. Isabel no se ha perdido ninguna Semana Santa. Ni siquiera la que coincidió con un momento delicado. Con 12 años estuvo medio año hospitalizada. «Pedí a los médicos que por favor me dejaran venir a ver la procesión», cuenta. Aún recuerda que trataba de explicar que lo que pedía era mucho más que ver una procesión. «Al menos escuchar los tambores, si no, te falta algo», añade. Sus padres, José Manuel y Manoli, se encargaron de llevarla.
Sangre alabardera
«Entré a los alabarderos por tradición familiar. Por mi tío José Trullén, hermano de mi madre, que fue uno de los fundadores, y por mi abuelo paterno, que lo fue unos años. Antes de la Guerra Civil hubo algo de alabarderos aunque no hay nada de documentación», dice Antonio con el orgullo de pertenecer a un cuerpo en el que empezó de lanza, siguió de tambor y últimamente de estandarte aunque no descarta volver a la lanza «para cerrar un ciclo».
Los momentos más emocionantes los vive como alabardero, uno de ellos, cuando el cuerpo emprende el paso ligero para salir de la iglesia tras el Santo Entierro. «Hay gente que aplaude y es que es muy emocionante». El trabajo y no poder ensayar le obligó a dejar el tambor. Un par de años en los que cedió su traje. «Es un orgullo ver que otra persona lo lleva y además, bien».

En Semana Santa, con todo el pueblo lleno, se dan los reencuentros pero también la nostalgia. «Desde la procesión del Santo Entierro ves que falta gente en ventanas y balcones y desde luego, echas en falta a los tuyos», dice Antonio. Se refiere su hermana Victoria, fallecida hace dos años y a la que aún ve en ese mismo salón preparándose junto a los demás para ir a Romper la Hora. «Miro al frente y no está, y miro atrás y también faltan otros habituales», recuerda ante la emoción lógica de Manoli.
Los dos hermanos, y también Isabel, viven la Semana Santa desde la fe y el toque. Manoli acude a las celebraciones, y es una de las que contribuyó a la puesta en marcha de una nueva procesión. «A todo el mundo le mueve algo, sea lo que sea», dice. Antonio procura no perderse la misa del Lavatorio aunque tenga que ir ya vestido de alabardero. «Más de un visitante se sorprende», bromea.
Para Isabel, sencillamente es su época preferida que vive con momentos familiares y sobre todo, con su cuadrilla. Es la autora del único estudio de impacto socioeconómico que hay sobre este fenómeno. «Impacto Socioeconómico de la Ruta del Tambor y Bombo», se llama el libro que estima 8 millones de euros el impacto global y 44 el gasto medio por persona. «Semana Santa lo reúne todo: religión, que para mí es muy importante; familia, amigos e identidad».