En 1970, admirables lectores, JIM HARRISON (1937-2016) tiene 33 años -la edad en la que murió Cristo-, y también lleva a cuestas una cruz: la de el alcoholismo y la depresión. Su vida ha sido una sucesión de infaustos avatares; primero perdió un ojo de niño y luego a su hermana del alma y a su padre, arrollados por un conductor borracho. Está ya cansado de ganarse el pan dando clases de Literatura a jóvenes pijos de la Costa Este, de modo que lee a Lorca y a Rimbaud como si la vida se le fuera en cada verso, escribe sus propios poemas y sale a pasear por bosques y lugares remotos como si así pudiera alejarse de sí mismo. Hasta que un día tiene un accidente en la montaña: cae por un acantilado y se destroza la columna vertebral. Deberá guardar cama durante meses y no está claro que vuelva a caminar. Podría ser el final.
O el principio. HARRISON pasó los dos meses siguientes postrado y escribiendo día y noche en la vieja Remington de su padre. El resultado fue «LOBO», su primera novela: arrolladora, furiosa y bellísima, por momentos brutal, y lúcida en cada línea. En palabras del propio HARRISON, «LOBO» (subtitulada UNAS MEMORIAS FALSAS) «es la historia de un hombre joven que ha hecho demasiadas imbecilidades en su vida y se retira a los bosques para encontrarse a sí mismo y, sobre todo, para encontrar un lobo».
En ella descubrimos ya los grandes temas del mejor HARRISON -que después desarrollaría en otras novelas inolvidables: «Leyendas de otoño», «De vuelta a casa» o «Un buen día para morir»-: la celebración de la naturaleza y la crítica a la degradación del mundo salvaje bajo el imperio del capital, los personajes heridos de muerte por la soledad, eternos vagabundos y marginados, desencantados con el progreso de una civilización ciega y enfebrecida, que buscan en el whisky, la marihuana y el sexo al menos un instante de sosiego.
A HARRISON se lo considera ya como uno de los grandes narradores norteamericanos y ha sido comparado en innumerables ocasiones con Faulkner y Hemingway. Dejó pronto los estudios, pero siempre quiso escribir, ser poeta, leyó con pasión a Lorca, Guillén, Machado, Vallejo…, y a Bolaño. Eso sí, siempre como autodidacta, nunca asistió a un taller de escritura y, sin embargo, dominó todos los géneros literarios. Sus libros son una constante exploración de la relación del ser humano con la naturaleza, y un viaje de ida y vuelta entre los laberintos de la mente y los placeres del cuerpo. Nadie como él ha descrito los grandes paisajes de Estados Unidos, el legado indio y la historia actual de la América rural. Este «LOBO» es, sin duda, el mejor comienzo para adentrarse y disfrutar de su magnífica prosa.
Miguel Ibáñez. Librería en Alcañiz