ALICE HERDAN-ZUCKMAYER (1901-1991), austríaca de origen judío, conoció a su marido, el reputado escritor y guionista alemán Carl Zuckmayer, cuando trabajaba como actriz y secretaria en Berlín.
Corrían los locos años veinte. Carl empieza a tener verdadero éxito como autor teatral -escribe el guión de «El ángel azul», la famosa película basada en una novela de Heinrich Mann y popularizada por la actriz Marlene Dietrich- y son ya asiduos al círculo intelectual vienés, en donde hacen amistad con Bertolt Brecht, Stefan Zweig o Alma Mahler entre otros. Sin embargo, esa vida, esa sociedad sufrió un auténtico revés con el ascenso de Hitler al poder. Como tantos otros, el matrimonio Zuckmayer, perseguido por el nazismo, tuvieron que huir de su país, en este caso a Vermont (Estados Unidos), y más concretamente a una granja en las Green Mountains, donde la nieve los aislaba durante seis meses al año.
De los cabarets berlineses al cuidado de patos, gansos y gallinas; de los estrenos teatrales a la vida entre cabras, cerdos y osos, estas páginas edificantes (nunca mejor dicho) hablan más del estiércol, de la luna entre las cumbres o de las ratas invasoras que del glamour de entreguerras. Sin embargo, el anhelo de cultura es tan importante en ellas como el anhelo de cultivo (hermosa etimología, tan vecina, de ambas palabras). Más que de una obra con pretensiones literarias, «UNA GRANJA EN LAS GREEN MOUNTAINS» es un testimonío de valentía y fortaleza sobre cómo dos intelectuales, acostumbrados a vivir sin ensuciarse las manos, empezaron de cero en unas condiciones adversas y aprendieron a sobrevivir en la naturaleza -a pesar de los obstáculos, a pesar de la añoranza por Europa y su cultura- a base de mucho, mucho esfuerzo. ALICE nos lo cuenta, además, con humor, sin recrearse en las renuncias y sin autocompasión, riéndose de sí misma por las meteduras de pata en su adaptación a la montaña.
Desde la perspectiva actual, en esta sociedad de la inmediatez y la sobreinformación, las vivencias de los Zuckmayer resultan, sin duda, «inspiradoras»: una demostración de empeño, disciplina y paciencia cuando las cosas eran mucho más complicadas que en el presente y los pequeños progresos se valoraban más. Por lo demás, una lectura agradable, por su tono ameno y optimista y por el valor histórico del testimonio.
«La granja, nos dice la autora, es a la vez un refugio literal y un refugio metafórico, donde la locura y la brutalidad de un mundo trastornado no pueden tocarnos, porque estamos lejos de todo, dependemos de nosotros mismos y estamos profundamente comprometidos con nuestras responsabilidades. Nuestro trabajo es nuestro tesoro, el paisaje es nuestro hogar».