Intento ahora elaborar estas deslavazadas líneas consciente que algún día me tocaría escribir y mientras los recuerdos se me arremolinan como un ovillo entre llamadas entrecruzadas de amigos, tentativas vanas de asimilar la pérdida y lágrimas que ahogan el duelo, reviso y busco algunas fotos, y mi cerebro recuerda mil anécdotas contadas y vividas durante los últimos años. Darío Vidal ha muerto hoy a los 85 años, festividad de San Isidro Labrador, patrón de las gentes libres del campo y hacedor de lluvias, las mismas con las que nos ha bendecido esta primavera. La casualidad, o quizás el destino, váyase usted a saber, ha hecho que muera el mismo día que cumplía años su hijo mayor, Miguel. Mañana será el mío. Buen regalo nos has hecho, bribón. A veces si no siempre, Dios juega con nosotros como un tahúr y tira los dados a su antojo en el tablero mágico de la vida.
Conocí a Darío hace más de 10 años, durante mi etapa periodística en Alcañiz. Recuerdo nuestro primer encuentro. Andaba yo mendigando aquí y allá informaciones y datos tras la pista del alcañizano Zacarías Navarro, inventor de aviones, pionero del vuelo sin motor, mecánico, boxeador aficionado, torero, fotógrafo, ciclista y personaje de novela donde los haya. Darío Vidal, piloto de aviones también, me contó mil y una anécdotas sobre el bueno de Zacarías. Fui en busca de un personaje y me traje en el macuto a dos. Desde entonces, nos profesamos una profunda y mutua amistad, que fue brotando y creciendo lentamente y se ha prolongado hasta el día de hoy, pero cuyo recuerdo y fruto perdurará en mí para siempre. Sin duda C. S. Lewis tenía razón cuando afirmaba que la verdadera amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: «¡Qué! ¿Tú también? Pensé que era el único».
Hasta que conocí a Darío, confieso que yo también pensaba muchas veces que era el único loco interesado por Zacarías y muchos otros personajes que surgieron en las páginas periodísticas durante aquellos fantásticos y afanosos años. Fue para mí un padre en ausencias, un amigo confesor al que recurrir en lo mejor y ante lo peor de la vida; alguien con quien reír a carcajadas, confesar crímenes y ambiciones, alguien con quien aprender y disfrutar. Su sincera amistad, como los buenos libros a los que dedicó su vida, me permitió vivir dos veces: pude disfrutar de una parte de su vida y de la mía propia. Gran fortuna es haber podido vivir eso, si no uno de los mayores tesoros de la vida.
A Darío le gustaba decir que yo estaba desterrado en la capital del Bajo Aragón, ciudad a la que tanto amó y dedicó gran parte de su vida. De alguna forma, él también estaba confinado en Alcañiz, su particular Macondo, adonde quiso y pudo regresar para disfrutar las últimas décadas de su vida tras brillante etapa laboral en Barcelona. Como José Arcadio Buendía en «Cien años de soledad», cuando se retira del ejército para hacer y deshacer pececitos de oro en su casa tras emprender mil insurrecciones, Darío Vidal se impuso su destierro, se rodeó por muchos amigos en la distancia, se atrincheró con miles de libros y se armó con su brutal vitalidad, humanidad y una curiosidad rabiosa que le acompañó hasta su último aliento. Emprendió mil batallas culturales insurreccionales, riñó con presidentes, publicó libros, investigó y se desgañitó por cientos de causas –algunas sin duda perdidas de antemano- que hacía que precisamente por eso muchos de nosotros sus amigos le amásemos sin condiciones.
Me vienen poco a poco ahora a la memoria algunas de las miles de anécdotas que nos fuimos confesando en los últimos años en los que estuvimos lejos uno de otro, como aquella en la que se infiltró en un manicomio en busca de un reportaje; o como aquella otra en la que se dejó contratar ilegalmente en la plaza Urquinaona de Barcelona y de la que surgió su legendario artículo «Yo fui subastado»; o de como estuvo a punto de ser fusilado por la policía secreta marroquí; o aquella otra en la que se quedó encerrado en el portaviones estadounidense JFK y le sacaron en helicóptero de allí.
Fue un hombre apasionado por los libros, por la vida propia y por la de los que la habían vivido antes que él; por la gastronomía, por la historia, por la belleza de las mujeres; era un hombre que todavía se estremecía con la sonrisa pícara y limpia de un niño. Hace unos años le acompañé en un viaje relámpago a Valencia, de donde nos trajimos un BMW descapotable que a sus ochenta y tantos años se había empeñado en comprarse. Recuerdo aquel viaje de vuelta por las carreteras imposibles de Teruel y su impagable sonrisa de satisfacción, como la de un adolescente que estrena coche aquella noche y se va a buscar a su novia.
Pero sin duda, como buen patriota en el más sincero término de la palabra, como su admirado Baltasar Gracián, o como su paisano Don Santiago Ramón y Cajal, su pasión interna más profunda fueron sin duda Aragón y España, a las que siempre amó, como aquellas amantes a las que a pesar de sus peligros y demonios, se las ama completamente como en muy pocas ocasiones en la vida: con todas las consecuencias. Ambas: España y Aragón, o Aragón y España -que tanto monta- y todo lo que les acontecía, fueron su sostén vital y luminoso faro a las que recurrir en los momentos de dudas frente a un mar embravecido; el lugar donde buscar proezas y perseguir los sueños. Esa tierra indómita, libre, anárquica y sin leyes en la que nacen las leyendas, cuna de héroes pasados y otros que siguen brotando; hogar y refugio a salvo de enemigos, donde descansa el guerrero y sólo te rodean los brazos de los amigos.
Javier Zardoya
Salvador ESTEBAN dice
Como saber mas sobre Zacarias Navarro