Osana y Karina se reunieron para celebrar la vida, y terminaron huyendo de su país para poder conservarla. Las dos amigas ucranianas de 20 años se conocieron a través de Internet hace un año y medio. Cuando las tropas rusas comenzaron a invadir Ucrania el pasado 24 de febrero, se encontraban juntas en Kiev. Karina, harta de los enfrentamientos entre nacionalistas y prorrusos que desde hace años asolaban su provincia, Donetsk, se había mudado sola a la capital del país seis meses atrás para trabajar como masajista. Unos días antes de que estallase la guerra fue su cumpleaños, y Osana había viajado desde Jersón, donde estudiaba la carrera de Criminología, para estar con ella.
Las dos amigas llegaron a Utrillas en la madrugada del jueves 3 de marzo, justo una semana después de haber escuchado los primeros disparos. El tío de Osana, Mane, fue a buscarlas en coche hasta la frontera entre Polonia y Ucrania. El viernes 4 de marzo, apenas 24 horas después de su llegada a España, se produce esta entrevista en el bar de la gasolinera que regenta Vitalina, la esposa de Mane y tía de Osana. Tiene que ser allí porque las jóvenes no hablan español y Vitalina -que emigró de Ucrania hace 19 años- es la única que puede traducirlas. Osana y Karina sonríen y se regalan miradas cómplices. Sus ojos claros y brillosos, sin embargo, denotan cansancio y miedo. Ambas están en estado de shock y, por momentos, parece que las preguntas no van con ellas. De la noche a la mañana, se han convertido en las protagonistas de una historia por la que televisiones, radios y periódicos, regionales y nacionales, no les dejan de preguntar. Miles de personas asisten atónitas a un relato que ni siquiera ellas mismas han podido todavía asimilar.
«Nadie en Ucrania se esperaba que Putin comenzase una guerra», suspiran Osana y Karina. No hubo aviso previo en los medios de comunicación. Las dos amigas fueron conscientes de que algo malo estaba sucediendo por «el sonido de las explosiones y los disparos». Karina, natal de Donetsk, lo advirtió de inmediato: «estoy acostumbrada al sonido de la guerra». Las provincias rusoparlantes de Donetsk y Lugansk, situadas al este del país, se autoproclamaron repúblicas populares en 2014, y hasta el 2017 «los enfrentamientos entre nacionalistas y prorrusos fueron constantes». Los ataques cobraron su mayor alcance hace tan solo unos días, después de que el 21 de febrero de este año, Rusia reconociese la independencia de las dos provincias.
«Sabía lo que tenía que hacer en caso de guerra. Cogimos los documentos de identificación y algo de ropa, y cada una metió lo suyo en una mochila», explica Karina. Por el día, se movían con libertad por el piso compartido que la joven tenía alquilado en Kiev, y por las noches esperaban con las mochilas al lado de la puerta de entrada por si sonaba la sirena y tenían que bajar corriendo al sótano a refugiarse. El sábado comenzaron a caer las primeras bombas en la capital y desde las ventanas ya no se veía a nadie por las calles. Las jóvenes sintieron que no estaban a salvo y decidieron huir a España, donde reside la familia de Osana. En Utrillas, Vitalina y Mane, no se despegaban del teléfono.
Osana y Karina salieron de casa el sábado por la mañana y cruzaron de punta a punta la ciudad de Kiev para llegar a la estación, desde donde los trenes partían con retraso. Allí tuvieron que esperar hasta la una de la madrugada del domingo para coger el tren a Leópolis, la ciudad al oeste del país más próxima a Polonia. Les fue imposible subirse al tren directo con Varsovia, pues solo tenía tres vagones para las miles de personas, víctimas del pánico, que se abarrotaban junto a las vías en busca de un billete que les salvase la vida. El viaje de Kiev a Leópolis duró diez horas, más de lo normal, porque cada vez que sonaban las sirenas, el tren se detenía. A través de las ventanillas vieron por primera vez casas derruidas e hileras de tropas ucranianas. Los dos billetes les costaron más de 560 grivnas, unos 34 euros. «Había aumentado su precio, aunque no sabemos exactamente cuánto porque era la primera vez que cogíamos ese tren», cuentan las jóvenes. Treinta y pico euros es mucho dinero en un país donde «el salario medio de una persona normal ronda los 200 euros».
Cuando llegaron a Leópolis, tuvieron que recorrer tres kilómetros a pie hasta la estación de autobuses. La escena allí era la misma que en Kiev: «el pánico se apoderaba de miles de personas que querían escapar». Las jóvenes habían escuchado que el billete hasta la frontera era gratis, sin embargo, terminaron pagando 105 grivnas, unos tres euros, cada una. Siete horas después, sin ningún contratiempo, llegaron a la frontera. Las personas que huían se contaban por decenas de miles. Ellas tuvieron suerte y cruzaron rápido. «Solo nos miraron el documento de identidad», indican. Vitalina, la tía de Osana, recuerda como a su prima, dos días antes, le costó más de 48 horas atravesar la frontera.
Nada más llegar a Polonia, los voluntarios les ofrecieron a Osana y Karina bebida y comida. En seguida, las dos amigas se alejaron un poco del resto de personas a la espera de que llegase Mane. A la pregunta de qué sintieron cuando cruzaron la frontera, no saben qué responder. «Un día estaban tranquilas, y al otro no sabían ni lo que estaba pasando. Todavía no se han hecho la idea de que están aquí, y yo tampoco», dice Vitalina. Ahora las dos amigas viven juntas en uno de los tres pisos municipales que el Ayuntamiento de Utrillas ha cedido de forma temporal a los refugiados ucranianos. El consistorio les ha comprado toallas y ropa de cama, y se va a hacer cargo de las facturas de luz, gas e Internet. Una vecina de Utrillas les ha abierto las puertas de su armario para que se vistan con su ropa. Recibirán clases de español en el instituto y esperan poder conseguir trabajo «para ayudar a sus familias».

Ni los padres de Osana ni los de Karina quieren abandonar Ucrania. El padre de Osana (hermano de Vitalina) y su madre residen en un pueblo a las afueras de Jersón, la ciudad a orillas del Mar Negro que está bajo la ocupación rusa. Ambos quieren unirse a las milicias para luchar por su país. El viernes pasado, estaban a la espera de que les llevasen las armas. El resto de la familia de Osana y Vitalina se encuentra reunida en una pequeña casa de Jersón, con un sótano preparado para refugiarse. Solo salen para ir a comprar. «Las tropas rusas están poniendo minas por las calles, son cables que si los pisas explotan», relata Vitalina. La gente mantiene la distancia en las calles, los militares están requisando los teléfonos móviles y ya hay barrios que no tienen ni luz ni agua. Los padres de Karina, por su parte, viven en la provincia de Donestk. No planean unirse a la lucha armada, pero quieren quedarse en su casa cuidando de sus respectivos padres, que son mayores. «Claro que tienen miedo por sus familiares», traduce Vitalina entre lágrimas.
Osana y Karina forman parte de ese millón de refugiados ucranianos que en poco más de una semana han tenido que abandonar su hogar. Llegan a países miembros de la Unión Europea con una mochila y mucho miedo. Han dejado atrás sus casas, sus trabajos, sus estudios y lo más importante, muchos familiares y amigos que no saben si volverán a ver. «Ellas creen que van a poder volver, y yo también. Es impensable que no puedas volver nunca. Toda mi familia está ahí. Es Ucrania, no vivimos en Afganistán», señala Vitalina completamente aterrorizada. Desde que comenzó la guerra hace ya 12 días, las vidas de millones de ucranianos -dentro y fuera del país- han quedado suspendidas en el tiempo.
Pobre gente. Que por culpa de unos puñeteros majaras tengan que salir corriendo de su casa…
Putin, en serio tío, pegaros un tiro tú y todo tu séquito asesino y deja vivir a los ucranianos, rusos y a toda la humanidad. Os pensáis que sois dioses y sois la mayor escoria que hay ahora mismo en el planeta.