La literatura más negra fue la protagonista de la primera ocasión en la que Fuentespalda fue sede del Festival Aragón Negro. Durante todo el fin de semana se llevaron a cabo distintas actividades que finalizaron en los jardines de las piscinas municipales, lugar en el que se dieron a conocer a los ganadores del I Concurso de Microrrelatos del FAN que organizó la localidad. Alicia Martín, directora de Radio La COMARCA fue la ganadora con su relato ‘La Condena’. El escritor, periodista y director del FAN, Juan Bolea fue el encargado de leer el relato ganador de esta primera edición del concurso.
Por su parte el texto ‘Amenazas’, de Antonio Ruiz Andreu logró la segunda posición. La encargada de leerlo fue la Premio Nacional de Poesía, Raquel Lanseros. Asimismo, el tercer puesto fue para Ana Francés de Velasco con su relato ‘Almas Destrozadas‘. En este caso el encargado de leer el texto fue el Premio Planeta Fernando Marías.
Fue precisamente Marías quien durante la jornada del domingo con la interpretación del monólogo ‘Esta Noche Moriré’ puso la guinda a los actos que tuvieron lugar todo el fin de semana. Por su parte, la poeta Raquel Lanseros ofreció un recital en el templo parroquial durante la jornada del sábado. «Ha sido uno de los actos culturales que más nos ha entusiasmado a todos los fuentespaldinos. Ser una sede del Aragón Negro ha superado todas las expectativas que hubiésemos podido imaginar, así que esperamos poder seguir siéndolo en próximas ediciones», afirmó Carmen Agud, alcaldesa de Fuentespalda.
Relatos ganadores del I Concurso del FAN en Fuentespalda
‘La Condena’ de Alicia Martín
Pasaban de las 4. Miraba inquieto al viejo reloj que adornaba mi muñeca. Era invierno en Fuentespalda y ahí estaba yo, a altas horas de la madrugada sin saber si quiera qué perseguía. Justo hacía dos semanas del primer robo. Tras él llegaron otros, aunque no deberíamos considerarlos como tal: no se habían llevado nada. La voz de alarma la habían dado desde el Consistorio tras encontrar una mañana un auténtico lío de papeles en el archivo municipal. Día tras día lo hallaban así: revueltos los documentos y esparcidas las fechas.
La Guardia Civil había desplegado un gran dispositivo… Por eso la palabra «nada», repetida una y otra vez, asustaba tanto a la alcaldesa. Y, precisamente por eso, me habían puesto a hacer guardia a las puertas del Consistorio. De poco servía, porque a pesar de mis desvelos, el archivo volvía a amanecer sumido en el caos cada mañana.
Me senté en un portal y entorné la mirada. Entonces, una sombra, rápida y vivaz, cruzó la calle. Me levanté y corrí hasta llegar a la plaza. Miré presto hacia todos los lados y volví a sentir la sombra, que rauda había girado a derechas. La perseguí y vi cómo entraba al cementerio. Pocas salidas tenía, me metía en la boca del lobo. Pero tras cruzar el umbral me di de bruces con el silencio, la quietud, la nada. Jamás volví a ver a aquella sombra.
Al día siguiente supimos que se había consumado el robo. Se trataba de un extraño facsímil –único, según los expertos- que narraba la leyenda de un alma destinada a vagar hasta encontrar el documento. Me enseñaron una fotografía. Nunca dije nada a nadie, ni siquiera a la alcaldesa, pero la profecía se había cumplido. En la esquina derecha del papel añejo pude identificar el símbolo de una de las estelas funerarias del cementerio. Había encontrado al ladrón. Pero aquel alma ya había cumplido condena.
‘Amenazas’ de Antonio Ruiz
—¡¡Te lo advertí!!—, grita ella una y otra vez con el enorme cuchillo de trinchar Shun, firmemente adherido a su mano diestra.
—¡¡Te lo advertíííííí!!—. Su exasperación reverbera por los pasillos vacíos de una nuestra propia casa.
—¡Te lo advertíííí!—, aúlla. También le veo. Deambula azoradaentre el salón y el vestíbulo haciendo aspavientos absurdos con el trinchante, y babea y acecha hacia todos los lados como si temiese una aparición inoportuna. Está desnuda y podría ser bella y deseable; pero no. Sus cabellos rubios, revueltos y encrespados parecen clavados sobre su cráneo como una peluca de alambre, y junto a sus ojeras púrpura provoca verdadero espanto.—¿Qué narices estás buscando, amor mío?— Pregunto perplejo. Ella me vigila con sonrisa despectiva y ojos translúcidos, pero calla y niega con la cabeza. De hito en hito mira hacia la puerta de entrada y me vuelve a mirar a mí…
—Sus ojos de hielo podrían congelar el mismo infierno—, me digo—. Ha enloquecido. Más movimientos erráticos, baja las persianas, cierra la puerta con llave…
—¿Qué-haces-con-ese-cuchillo?— le increpo remarcando las pausas.
—Te lo advertí—, insiste, ahora más tranquila; demasiado.
—¿Continúas con las amenazas?—Cuestiono vehemente. Ella se carcajea escandalosamente con los ojos velados apuntando al techo y entonces…, empiezo a recordar… Está de espaldas, y sus nalgas voluptuosas con las piernas ligeramente entreabiertas ofrecen una postura sexualmente receptiva, sin embargo mi mirada es atraída de inmediato, por los brillos cromados del costoso Shun, goteando sangre todavía caliente. Se pone colorada sin poder parar de reír y mira hacia el suelo. Allí está mi cadáver.
‘Vidas Destrozadas’ de Ana Francés
¡Por fin estábamos en Bogotá! Jorge y yo con las dos pequeñas: Blanca, de 5 años, y Beatriz, de 3. Nos disponíamos a compartir en familia quince días de aventuras. Sabíamos que Colombia era un país peligroso, y Bogotá una ciudad especialmente violenta; sin embargo, estando alojados en un lujoso hotel de una zona protegida, estaríamos a salvo. Llegamos a aquella capital un viernes gris de un hiriente mes de julio del peor año de mi vida. Verano de 2000. Regresamos tres meses después, destrozados.
Una vez en el Tequendama, y mientras Pablo era atendido en recepción, salí a la calle por la puerta trasera del vestíbulo para entretener a las niñas. Llevaba a mis hijas de la mano; nos habríamos alejado tan sólo unos cuatro metros de la puerta del hotel cuando Beatriz, acercando su naricita, me pidió besitos de esquimal. Me agaché y, súbitamente, de forma increíblemente rápida, noté un ligero golpe y oí un ruido inquietante. De pronto, gritos de Blanca. Gritos que se difuminaron por el alejamiento del vehículo. Trágico. ¡Se estaban llevando a mi hija! Un desconocido me dijo amablemente, aunque a voz en grito: ¡Corra, apresúrese y siga a esa moto o no volverá a ver a la niña! ¡Déjeme a la otra y corra!
Persiguiendo a la destartalada motocicleta, sin rumbo, pude ver, enloquecida, cómo desaparecía en la distancia. Todavía hoy no puedo asimilar las trepidantes escenas que se sucedieron, ni recordar el orden en que transcurrieron. En unos segundos de tremendo desconcierto, comprendí, aterrada, que también mi hijita Beatriz había desaparecido. Los facinerosos habían utilizado una vez más la vieja técnica para raptos de jóvenes turistas: primero, una motocicleta se llevaba al vuelo a un niño; y luego, un compinche ―quien me aconsejó que corriera tras la moto― raptaba sin problemas al otro. La esperanza de volver a ver a nuestras hijas es prácticamente nula. No puedo dejar de escuchar los suplicantes gritos de las niñas mientras se las llevaban, ni puedo dejar de imaginar qué harán con ellas, ni puedo dormir sin sobresaltos, ni puedo sonreír. Se puede estar muerto en vida. Lo aseguro.
Terrible experiencia. Solo con leerlo nos cancela toda la alegría que teníamos guardada para la jornada