Es un hombre delgado, de estatura media, pulcro y con una elegancia sencilla y natural. Se llama José Villalba Fernández y nació el 4 de abril de 1924. Dentro de unos meses cumplirá cien años. Vive largas temporadas en Torre del Compte y se considera un enamorado de esta tierra aragonesa, de los campos y los montes que rodean al pueblo. Fue camionero y conductor de autobús en su tierra de nacimiento, Jaén. Camina erguido, pausado, firme y, en estos días, un poco menos seguro que de costumbre. «Con la pila de años que tengo, no me puedo quejar», me dice guiñándome un ojo. Cuando se jubiló -a los 65 años- se dedicó a tallar ramas y trozos de madera, dándole formas grotescas de animales, objetos o personajes, como si fueran pesadillas de El Bosco o figuras de Brueghel, el joven.
De vez en cuando caminamos juntos por las calles del pueblo hasta los campos que lo rodean. Me señala un viejo olivo retorcido pero firme, seguramente centenario como él y confiesa: «Siempre he creído que yo soy un olivo con forma de hombre». Y añade: «allá en mi tierra, cuando chico, salía al campo con mi perro Boby y mi mula; solía pescar en el Guadalimar o cazar conejos, pero sobre todo, si no había faena del campo que cumplir, me dedicaba a mirar árboles, matojos, hierbas, hormigas, escarabajos, lagartijas, los cielos azules de mi tierra, los olivos de Jaén…». Le recito: «Andaluces de Jaén,/aceituneros altivos,/decidme en el alma: ¿quién,/quién levantó los olivos?/ No los levantó la nada,/ni el dinero, ni el señor,/sino la tierra callada,/el trabajo y el sudor».
«Eso del sudor, lo conozco bien -me dice-. Todos mis trabajos han sido duros, sin excepción… pero para mí, la recompensa estaba en las soleadas tardes, paseando solo por aquellas tierras andaluzas y ahora por las aragonesas, soñando despierto. Pues yo amo la tierra. En el Jaén de mi niñez, las colinas, los olivares interminables, siempre tenían un señor. Nosotros solo las trabajábamos. Por eso me gusta esa poesía. La he oído muchas veces. «Son de un pastor-poeta, un hombre del campo. Miguel Hernández», le digo. A menudo no oye bien mis palabras, pero atiende con una cortesía y delicadeza que es como el rescoldo cálido de otros tiempos y otras gentes. Tiene la mirada inteligente, a menudo desconcertada por no alcanzar a oír, pero es generoso, servicial y respetuoso como un artesano del Renacimiento.
Ayer mismo se refería a su humilde entretenimiento de aficionado a la escultura en madera y me decía: «Tú le das importancia a lo que yo hago con los palos y los leños que encuentro en mis paseos. Pero para mí es una afición que me viene de muy hondo. No te sabría decir por qué lo hago. Sólo siento un impulso que me hace buscar una figura en un simple leño, la imagen que creo que está en él; le elimino los trozos que le sobran y lo convierto, por ejemplo, en ese Quijote que te gusta tanto o en el campanario de nuestra iglesia».
Le conté una anécdota del escultor, arquitecto y poeta italiano, Miguel Ángel, que veía en el bloque de mármol de Carrara que le trajeron a su taller, a la Madonna con su hijo muerto medio desnudo en los brazos. «Pero, maestro, esto es un simple bloque de mármol», le decían sus sorprendidos ayudantes. «No, -contestaba Miguel Ángel- yo sólo saco de la piedra los trozos del material que rodean esos cuerpos, tal como los veo en mi mente. La Virgen y su hijo están dentro del bloque, esperando mi cincel«. Y de ahí nació la Piedad (la Pietà), un grupo escultórico en mármol realizado entre 1498 y 1499. Tiene unas dimensiones notables, de 1,74 m. por 1,95 m. Y el mundo las admira en el Museo del Vaticano en Roma. Como el David o el regio Moisés, obras espectaculares del escultor renacentista. José me escuchaba con una expresión sorprendida, atenta y feliz.
«Huy -exclamó- eso sí es arte de verdad». Desde un rincón de mi estudio, mirando al infinito de sus sueños, un esquemático don Quijote, tallado en una rama inverosímil, nos escuchaba, quizá absorto en la imposibilidad de futuro con su Triste y gallarda figura, como una evidente metáfora del empeño generoso de muchos humildes artistas. Unas personas cuyos trabajos -no especialmente logrados, pero sinceros- pocos saben apreciar, porque en general los individuos de hoy no han aprendido (ni les han enseñado) a valorar aquellas actividades cuyo valor intrínseco y características las mantiene fuera de las leyes utilitaristas del mercado.
En el mundo rural (y también en el urbano, aunque en éste tienen más posibilidades de ser hallados) hay muchos modestos artesanos que nunca podrán dar a conocer sus obras, porque la sensibilidad ante las múltiples formas del arte (prescindiendo de juicios comparativos), es una virtud que debe ser cultivada en las escuelas. Y en nuestros tiempos esa es una moneda de escaso valor. Don José miraba, con una sonrisa triste y escéptica, su Don Quijote. «Lo que hago tiene poca importancia, excepto para mí. No trato de asombrar o atraer a nadie. Me doy por contento cuando cualquier persona, o un amigo como tú, coloca una de mis figuras en un lugar de su hogar. Pero -añadió convencido- el mayor regalo que recibo por lo que hago está en el sólo hecho de hacerlo. Buscar los troncos, escuchar dentro de mi cabeza lo que me dicen: yo quiero ser eso o aquello, un pájaro, una torre de iglesia, una lonja de Ayuntamiento, un animal, un bastón. Ahí está mi mayor placer. Si luego viene a parar a la casa de un amigo, mejor. Servirá para recordarle mi amistad». Y dicho esto, se levantó del sofá, se despidió ceremoniosamente, se caló la gorra y se marchó, andando despacito, con el contrapunto sonoro de su bastón sobre el suelo.
Excelente artículo. Muestra como la creatividad existe en cualquier ámbito, y no todo gira alrededor de la mercantilización. Ojalá se diera más visibilidad a todos estos artistas humildes, desconocidos, pero cuyas obras rezuman sensibilidad.