«Resulta imposible para un cineasta, como resulta imposible para todo artista, permanecer inmune ante el torrente sonoro que devuelve al hombre a su origen mítico. Me uno así, con vuestro permiso, poniéndome a la cola que otros iniciaron para guardarle el sitio al siguiente, a una estirpe de maquinistas de sombras que se dejaron conmover por el misterio telúrico de la piel apaleada, y la sangre, y el fuego, misterio que apaga por un instante el cerebro para que la razón pueda después abrirse paso, y, ya al fresco de la mañana, con los primeros trinos, pensar de nuevo». Con numerosos guiños a su mundo, el del cine; y a sus recuerdos de infancia ligados al pueblo de su padre, el cineasta y escritor Rodrigo Cortés, ganador de un Goya, un Forqué y un Feroz; leyó este lunes el pregón de la Semana Santa de Alcañiz.
En un teatro municipal abarrotado, el cineasta realizó un pregón con un exquisito lenguaje plagado de metáforas, recuerdos y alusiones al significado del tambor. Estuvo acompañado por el alcalde, Ignacio Urquizu, quien recordó a «los que ya no están»; los presidentes de las Cofradías, Amigos del Tambor y el párroco.
Esta Semana Santa, como dijo este lunes ante el Teatro Municipal, tiene «infinitas caras» pero hay una que nos une a todos. A creyentes y no, a los que participan y a los que miran, a los que buscan el espectáculo y a los que se recluyen en su mundo interno, a los de la contrición y a los del exceso, y a todos los demás, que quedamos más o menos por el medio. «Es la que apaga toda razón y se expresa en un lenguaje milenario que vibra en el plexo solar y se expande por el diafragma, y que le devuelve al hombre su misterio. La que es música antes de que hubiera música y conecta la incertidumbre del futuro con las cuevas y el fuego de ayer. La que en Calanda y otros lugares, no aquí, rompe el viernes en el lugar del reloj donde se parte el día, o en otros sitios al morir el jueves, y aquí estalla también, sin nombre propio y a su propio ritmo (y modo) con ese «Que suenen los tambores» en la plaza de España, colándose en el estómago de cada cual y amenazando con hacer añicos los cristales de toda la Tierra Baja. Es la semana, santa y guerrera, apasionada, de la que cada alcañizano es custodio, que no sabe de metáforas, retruécanos o intelecto, la más primaria y pura, en la que cada cual se imagina en el mundo en que nacieron las primeras reglas, antes de las construcciones y los ministerios, cuando hombres y animales se mezclaban sin confundirse y no era obligatoria la palabra, siempre corta para transmitir las verdades de la vida y de la muerte. Ruido, sangre, esperanza y luz, piel, fuego, piedra y desierto. Cataclismo que, como en el temblor de tierra que sucedió a la agonía del Cristo en el relato de Mateo, agrieta el mundo con su fragor para convertir en consecuencias las causas, y aun al revés; cataclismo que habla de todos lo cataclismos que en el mundo han sido, los comunes y los de cada quien, los públicos y los íntimos, los simbólicos y los que desvían el curso de los ríos. Es la Semana Santa que hasta los sordos oyen, porque sacude las palmas de los pies; y las palmas de las manos contra la piedra; y vibra en el estómago, y en los huesos; y crea, sin avisar, imágenes profundas donde no alcanza el pensar, imágenes sin significado corriente que se graban con su incendio en las mil grutas de los mil veces nacidos y los que no nacerán nunca».
Con esta visión entiende Cortés a otros cineastas como el calandino Buñuel, al que definió como «ateo con fe de apóstol, duro -como Goya- de oído, duro también en general, hombre árido, por tanto, pero fecundo como muy pocos, libertario en su deseo, y pacato -casi puritano- por dentro, visionario de los de verdad, a quien uno imagina como niño serio, criado en su hacienda de melocotoneros, enfrentando con todo rigor la liturgia primitiva que se repartían y reparten nueve pueblos, y haciéndola por fin universal a través de su obra irrepetible, tesoro de la irracionalidad en su sentido más elocuente». También a Saura, «que llevó a la heredera de Chaplin a tocar también a la tierra de su maestro, tan cercana a la suya, y que llenó del ruido de la comarca varias de sus películas».
Recuerdos de su infancia
Ganador de un Premio Goya al Mejor Montaje por «Buried», film que también fue nominado a Mejor Película, categoría en la que se llevó un Forqué, el salmantino hunde sus raíces paternas en la capital bajoaragonesa, donde conserva familia. Ayer comenzó su pregón, después de agradecer el reconocimiento, explicando que su padre era alcañizano. Concretamente, de la avenida Bartolomé Esteban. «Fernando Cortés Pla, hijo de Fernando y Angelita, de los Cortés del lugar, que alguno más habrá, digo yo; así que creo poder presentarme con justicia como medio aragonés, o por lo menos un tercio. Un tercio de aragonés no está nada mal, pienso», especificó ayer el pregonero, nacido en Pazos Hermos (Orense) y criado desde los dos años en Salamanca.
Rodrigo habló también de sus recuerdos de infancia, los «fogonazos inconexos» que conocen también sus 126.600 seguidores en Twitter, donde subió un vídeo que le mandó su tío y que ya lleva más de 100.000 reproducciones.
Esas imágenes salieron de la cámara Super-8 de su tío Ángel. «Recuerda mi madre hoy que el plan era dejarme probar y rescatarme del tumulto en cuanto me cansara, pero que me empeñé en hacer la procesión entera, el recorrido completo de cabo a rabo y de pe a pa. Mis padres subestimaron, me parece, el poder de la impunidad sobre la determinación y resistencia de aquel niño de tres años, a quien en cualquier otro lugar del mundo se le habría prohibido aquello que parecía legal allí: hacer ruido. Las fotos me muestran junto a mi padre, tan preciso él con los palillos y elegante en el porte como yo silvestre; él Batman y yo Robin; los dos caminando hacia un infinito que acabaría muy pronto: murió pocos años después».
Más nítidos son los recuerdos de años después del niño arrodillado junto a su hermana ante un arcón que su padre abre con cuidado para extraer de él un tambor. «Pero aquel no era un tambor normal, no para un niño de Salamanca, ni siquiera para un gallego. No era un tambor de juguete. Era un tambor de verdad. De madera y piel de cabra curtida. Mi hermana se aburrió pronto de él, pero yo tuve, parece, esa paciencia que no parpadea para aprender, al menos, dos toques. «Este es el de Alcañiz», me dijo mi padre. Y me lo tocó. Luego me enseñó el otro. Yo sentía el orgullo íntimo e infantil de quien acaba de recibir un secreto que no todos conocen, y que se transmitía, por lo visto, a golpes, que es como los secretos en general se desvelan. Recuerdo también que me dijo: «Dicen que Buñuel lleva un tambor cuando viaja, para romper la hora cuando toca, esté donde esté, aunque sea en Nueva York». Me lo dijo con la misma mística susurrada con que un mayor te decía en el recreo: «De este cromo sólo hay dos en el mundo; si te lo cambio, tienes que darme por lo menos seis». Yo no sabía quién era Buñuel, así que no supe inventarle cara, pero me lo imaginaba en Nueva York, en el Palace o en algún otro lugar que saliera en las películas de Fred Astaire, con un baúl como el de mi abuela para llevar el tambor de aquí para allá, toca que te toca de suite en suite, alarmando, digo yo, al resto de huéspedes y a algún empleado cimbreante dispuesto a hacerse el tonto a cambio de unos dólares. Poco familiarizado aún con el cambio de hora, no supe imaginar una escena aún más madrugadora y, por tanto, sobresaltada, en alguna aurora de abril frente a Central Park. Me llevé aquellos toques conmigo y no los he olvidado, ese repiqueteo rítmico de pausas elocuentes que este mismo viernes, si todo se pone de cara, intentaré rescatar de su sueño».
Años más tarde volvió a tocar en Alcañiz sobre sus 18 años con vaqueros rotos debajo de la túnica uniendo modernidad y tradición. «Quería enseñarle los toques a mi hermano pequeño y transmitirle el mismo secreto en morse que una vez recibiera yo. Y no he regresado, me temo, hasta el día de hoy, en que vuelvo, algo avergonzado, para recuperar olores, sonidos, sabores viejos -y, por tanto, nuevos-, y a cerrar acaso uno de esos círculos que en realidad no se cierran nunca, porque abren otros círculos, que abren otros círculos, que cierran otros. Así es como la vida se escribe, por su cuenta y espantando planes».