MARTA GARÚ/HERALDO
Ocho años de internamiento en un centro cerrado de reforma seguido de otros cinco años de libertad vigilada es la condena que la titular del juzgado de Menores número 1 de Zaragoza, Concepción Aldama, ha impuesto al adolescente de 17 años que el pasado 5 de enero quemó vivo a su padre en Chiprana. La magistrada lo considera autor de un delito de asesinato con las agravantes de parentesco y ensañamiento, fallo que ya es firme.
Durante el tiempo que permanezca encerrado recibirá los tratamientos necesarios para su rehabilitación personal, incluidos los psicológicos y farmacológicos si son necesarios para estabilizar su conducta. No obstante, en la sentencia se deja claro que los profesionales no apreciaron que tenga un trastorno mental que merme sus facultades intelectuales ni volitivas.
Sí constataron que tiene alteraciones de conducta, más cercanas a problemas de adaptación, emociones y afectividad y psicopatía, pero sin un diagnóstico preciso.
De hecho, en el fallo se recoge que el menor ha presentado desde edad temprana un carácter muy difícil y violento, con episodios de agresividad a sus familiares, incluidas su madre, su abuela y su hermana, además de su padre.
Esta situación llevó a intervenir a los Servicios de Protección de otra comunidad autónoma y luego a los de la DGA hasta que en 2017 cesó la tutela de los servicios sociales y, a petición de ambos, pasó a residir con su padre en Chiprana.
Sin embargo, a pesar de esta decisión, las discusiones eran frecuentes entre ellos y los insultos, amenazas y agresiones hacia su padre, constantes. En este contexto de difícil convivencia, el 5 de enero pasado se desató una nueva disputa porque el padre, de 60 años, y con movilidad reducida a raíz de dos ictus, decidió a las 16.00 llamar a su hijo, entonces de 16 años, cerca de 1,90 de estatura y 90 kilos de peso, para que se levantara de la cama.
Al salir de la habitación, los reproches mutuos continuaron y el adolescente empujó a su padre, que cayó sentado en el sofá. Acto seguido cogió una botella de alcohol de quemar, se la derramó a su padre por la cabeza y, después de que el líquido inflamable le empapase el cuerpo, le prendió fuego.
Mientras el hombre trataba de apagarlo con las manos, el menor se mantuvo a una cierta distancia en la cocina, en la que había una ventana por la que salió de la vivienda ayudado por unos amigos, que desde que empezó la discusión estaban en las inmediaciones.
Luego llamaron al 112 y cuando los bomberos acudieron al lugar, encontraron al herido en el pasillo, consciente y gravemente herido. En la ambulancia manifestó repetidamente a los sanitarios: «Mi hijo me ha rociado con alcohol y me ha pegado fuego».
Las heridas fueron tan profundas que falleció el 18 de enero. Mientras, el menor no tuvo ninguna lesión, síntoma de inhalación de humo o manchas que indicaran que había intentado ayudar a su padre pese a sus gritos –que se oían desde la calle– pidiéndole ayuda.
Aunque negó los hechos, sus propias contradicciones y las abrumadoras pruebas periciales avalan su autoría. Llama la atención que lo primero que dijo cuando lo enviaron con su madre mientras el padre estaba hospitalizado es que si salía de esta lo «mataría». Sí que llegó a admitir que le había tirado una botella con alcohol (sin saber que este era su contenido) pero no que prendiera fuego. También llegó a decir que su propio padre había encendido la llama, cuando lo que hizo el hombre fue tratar de huir desesperadamente del fuego.