Era un frío jueves de invierno por la noche y, sin embargo, en Utrillas se respiraba un ambiente festivo. En la valla de entrada del albergue municipal colgaban globos amarillos y azules, que se entremezclaban con dúos de globos rojos y amarillos. La lluvia amenazaba de forma intermitente, pero a nadie le importaba. La calle estaba abarrotada por más de un centenar de vecinos, entre los que correteaban una veintena de niños. Sonreían ilusionados con sus bolsas de plástico cargadas hasta los topes de peluches que habían traído de sus casas. Todos habían acudido tras escuchar el bando anunciado por el alcalde cuatro horas antes. El sonido de la bocina del autobús que traía a 36 refugiados ucranianos congeló las conversaciones particulares y dio paso a un murmullo colectivo de gritos y aplausos. Al otro lado de las ventanillas, asomaban muchos rostros asustados.

José Manuel Villarroya y Gabriel Caffa fueron los primeros en bajar del autobús. Su brutal cansancio físico estaba opacado por su inmensa felicidad. Hubo vítores y abrazos encadenados para los dos «héroes» de Utrillas que condujeron por voluntad propia 3.000 kilómetros hasta Cracovia. Habían partido a las nueve y media de la mañana del lunes y de tirón, turnándose al volante, llegaron el martes a las once de la noche a la ciudad polaca. Descargaron el material donado por los vecinos de Cuencas Mineras en un almacén situado en un polígono de las afueras y llamaron al contacto que nunca les llegó a reservar alojamiento. «Entonces apareció un angelito, Nick, un ucraniano que reside en Estados Unidos y habla español porque vivió en México. Nos consiguió un hotel y nos acompañó hasta allí», recordaron los chóferes.
Fue Nick quien el miércoles por la mañana llamó por teléfono a los refugiados que estaban en la lista facilitada por la Asociación Ucraniana de Residentes en Aragón, y que tenían que subirse al autobús. A las diez de la mañana quedaron en la estación, pero junto a Nick solo había una docena de personas. El resto se había montado en el primer autobús con plaza libre que habían encontrado, porque «estaban desesperados por salir y el destino les daba igual». Aquel lugar de tránsito se había convertido en un campamento improvisado con tiendas de campañas, sacos de dormir y mantas que cubrían el suelo. «Tenían las caras tristes y sus ojos estaban en cualquier lado», expresó con acento porteño Gabriel, que emigró años atrás de Argentina. Con ese vaivén de personas que se acercaron a preguntarles a dónde iban, lograron llenar las 36 plazas del autobús.
Con paradas cada tres horas, recorrieron los 3.000 kilómetros de vuelta a casa. Gracias a Elvira, una refugiada que habla español, pudieron comunicarse con el resto de ocupantes. «Hemos viajado como si fuéramos una familia», subrayó Elvira, acompañada de sus dos hijas, ya en Utrillas. La primera ucraniana en bajar del autobús, en torno a las doce menos cuarto de la noche, lo hizo en brazos de Gabriel. No tenía más de cuatro años. Detrás, su madre juntaba una palma de la mano con la otra, para agradecer la calurosa bienvenida. Les siguieron, sobre todo, mujeres con niños, que eran recibidos entre peluches por los pequeños de Utrillas. Llegaron varias abuelas, algunas de ellas con sus perros, y también abuelos. Solo un hombre joven bajó del autobús. «Solo dejan salir de Ucrania a los padres que tiene más de cuatro hijos, porque tienen que alimentarlos», detalló Elvira, cuyo marido se ha quedado allí.



Algunos refugiados decían «gracias», y otros esquivaban las cámaras. De la noche a la mañana, estaban en un país desconocido, en el que no entendían el idioma, siendo sometidos al escrutinio de extraños. Bajaban con los ojos humedecidos. Entre los vecinos sonaban las lágrimas y, más fuertes que las del resto, las de una niña de Utrillas completamente emocionada. «Gracias por todos los ánimos que nos habéis dado», dijo Elvira. Ella salió de su ciudad cuando la comenzaron a bombardear y, como el resto, ya llevaba casi una semana de viaje.
El albergue municipal, conocido como Residencia de Investigadores, tenía una temperatura muy agradable. En el comedor de la planta baja, aguardaban dos mesas largas con platos de jamón, queso, pan y empanada. Conforme iban entrando los refugiados, se les servía un plato de sopa caliente. Dos trabajadoras del Ayuntamiento, ayudadas por otras voluntarias, se encargaron del servicio. Llevaban allí desde las ocho de la tarde preparándolo todo con muchísimo cariño.
Después de cenar y al cruzar el vestíbulo para ir a sus habitaciones, cada una de las personas que viajó con José Manuel y Gabriel se fundió con ellos en un abrazo. En la primera y segunda planta, les esperaban las camas ya hechas y, sobre ellas, toallas limpias dobladas. En los baños había cepillos y pastas de dientes, cremas, cuchillas de afeitar y desodorantes. En la habitación en la que iba a dormir el único bebé recién llegado, había una cuna y una bañera pequeña, donadas por los vecinos. Del alma caritativa de los utrillenses también se había llenado el salón de cuentos infantiles, peluches, y juegos de mesa como el dominó o el tres en raya.

«Cada familia tiene su propia habitación. Hay de dos, tres, cinco y hasta seis miembros», explicó el alcalde de Utrillas, Joaquín Moreno, quien acompañó a los refugiados desde su llegada. Algunas de estas personas, como un matrimonio cuya hija vive en Zaragoza, estarán de paso, mientras que para otras, el albergue municipal se convertirá en un hogar temporal. «Hemos cedido el edificio durante un año a Cruz Roja, quienes se encargarán de acompañar a los refugiados», adelantó Moreno. Habrá psicólogos y trabajadores sociales, y desde la organización también gestionarán el servicio de comidas y de limpieza. «Son personas que vienen traumatizadas, la mayoría son mujeres que han dejado allí a sus maridos y sus padres. A esa gente tiene que tratarla con una delicadeza extrema profesionales con experiencia», matizó el presidente de la Comarca de Cuencas Mineras, José María Merino, quien también dio la bienvenida a los refugiados ucranianos. La semana que viene, Cruz Roja les ayudará a obtener el documento de identidad y su permiso de residencia, con el que podrán trabajar, ir al colegio en el caso de los pequeños, y acceder a la sanidad pública.
El ayuntamiento utrillense y la institución comarcal fletaron un autobús hasta Cracovia para dar una oportunidad a 36 personas que han huido de la guerra. «Es un número pequeño de entre los miles de desplazados hacinados en campamentos improvisados en Polonia y otros países fronterizos con Ucrania», recordaron. Es urgente ayudar y cada pequeño gesto solidario es vital.
Que recibimiento tan bonito, igualito que el de los refugiados iranies, afganos o palestinos. Me alegra vivir en un pais tan concienciado y nada racista, y con unos medios de comunicacion tan preocupados por el bienestar de las personas sin importar ideologias. Bravo…
Reunión de vecinos, aplausos, vítores y hasta casi se convierte en una fiesta. Y ese conductor bajando con la niña en brazos q nada tiene que ver con el, para tener su minuto de gloria? Vamos por favor, q vienen de una guerra, les están bombardeado y han tenido que dejar familiares q es posible hasta que no vuelvan a verlos. No creo que esa gente tuviera muchas ganas de fiesta. No son el CD Utrillas q vienen de jugar contra el Valencia, más bien me ha parecido una película de Paco Martínez Soria.
Por desgracia no se pude salvar a todo el mundo, estos poquitos han tenido suerte, ojalá se pueda repetir y fletar más buses.
Los que estsis en contra podéis manifestaos, aqui sois libres de poder hacerlo sin represion, o colaborar con otras organizaciones ayudando a quien queráis, que estaria muy bien.
Gracias a los que habéis hecho esto posible y seguis trabajando, cada vida cuenta. Gracias