La curiosidad es el motor que pone en marcha la creatividad de José Antonio Gargallo Gascón, un calandino del 73 cuya inquietud le ha llevado a indagar y desarrollar diferentes parcelas artísticas. En todas se siente cómodo porque cada una tiene algo que le interesa y esa es la clave. «Con el tiempo me he dado cuenta de que no puedo dejar de hacer una cosa u otra… es que ni lo intento porque lo necesito», dice.
Toca la guitarra y compone desde muy joven porque la música le ha acompañado siempre, lo mismo que la lectura y la escritura. Fue a finales de 2019 cuando vio la luz uno de sus trabajos, la novela «La vida prometida», la primera suya en el mercado. Calanda o Alcañiz acogieron presentaciones antes de que el estallido de la pandemia paralizara todo el calendario. Participó en algunas propuestas online aunque no fue la mejor época. «El confinamiento fue demoledor en el aspecto creativo, no salía nada y creo que le pasó a mucha gente», rememora. No fue al único que le sucedió ni es el único que espera que poco a poco se reactiven las agendas y poder seguir dando a conocer su libro en el momento que la situación lo permita de verdad. Lo mismo desea para sus fotografías, otra de las facetas en las que pone el alma. En verano se inauguró en el Centro Buñuel Calanda su exposición «La justa melancolía». Son tres colecciones en blanco y negro con las que invita a la reflexión sobre lo que fácilmente olvida la sociedad.
Mientras, trata de culminar su siguiente novela, un relato en el que lleva años embarcado; antes incluso del que publicó en 2019. Sigue probando nuevos rumbos con la escritura del guión para una película y de un corto. «Me muevo bastante por impulsos y un día sentí la necesidad de probar», apunta. Acudió a un libro sobre escritura de guiones que le regaló un amigo cuando tenía 18 años y que conservaba en casa. «Lo guardaba y se me abrió un mundo que me está gustando, nunca había guionizado una novela», reflexiona. Al mismo tiempo trabaja al alimón con una compañera de Madrid en un proyecto relacionado con libros que muestran imágenes desplegables o tridimensionales al pasar las hojas. Son los ahora llamados «pop-up».
A fuego lento
Es agricultor de profesión y pasa el día en el campo. Aunque no suele ser fuente de inspiración para su arte y creatividad, por duro que haya sido el día, «a nivel paisaje» siempre le regala alguna instantánea en la que detenerse un momento.
Sus padres alimentaron esta inquietud suya desde pequeño, o al menos no la frenaron. «No me cortaron las alas en probar aquello que me llamaba la atención», explica. «Mis padres han estado muy ligados a la jota y en casa siempre ha habido música, bandurrias, guitarra… Así empecé. También había muchos libros y empecé a escribir porque me gustaba mucho leer», reflexiona. Lo hacía en una máquina de escribir, la misma en la que ahora teclea su hijo «también por curiosidad». Ahí escribió cosas «que no llegaron a nada» aunque todo deja su poso. Por ese orden, pronto llegó la fotografía ya que en la casa familiar también había una cámara. «No era la mejor pero sí decente y sirvió para que me interesara por ello. Con el tiempo me compré un equipo y he seguido», cuenta.
Gargallo es autodidacta en sus inicios y ha ido tomando clases en algunos momentos. Durante cinco años acudió a escritura en Zaragoza y también a guitarra con José Luis Arrazola, uno de los nombres por excelencia de la música en Aragón. «Me di cuenta de que la vida es muy corta para tratar de ser bueno en algo, al menos a mí no me interesaba porque eso significa dedicar todo el tiempo a una única cosa», añade. Pasó por algunas formaciones, como por ejemplo, Víctor Meilan, grupo radicado en Alcañiz del que salió en 2008, «momento crucial de tomar la decisión de cara al futuro». Sigue dándole a la guitarra y a sus canciones y le encantaría culminar un disco. De vez en cuando ofrece sus conciertos, como el que dio a petición de Xavi Urrios,- quien le propuso para esta sección-, para su canal de Youtube La Terraza (en el vídeo).
Gargallo lleva todos estos proyectos adelante pero cocinados a fuego lento y a los que va entrando cuando su día a día se lo permite. «Es una especie de rueda que me permite no quemar ninguna de las cosas. Voy de una a otra y eso mantiene mi interés por ellas», dice. «Este sistema me funciona y a mis 47 años creo que lo dejo así», sonríe.