Recibo un whatsapp. Es de un amigo de la universidad que lleva en Madrid 15 años trabajando. Se volvió urbanita, hipster, ultrafan de la vida madrileña, la modernidad, la vorágine de la gran capital, los conciertos, las multinacionales, los bares transgresores. Un periodista bandera, reconocido en su sector en un periódico nacional de los más leídos. Ha viajado por todo el mundo trabajando y su agenda de contactos es envidiada. «Me he venido a vivir a Aragón al pueblo de mi novia. La idea es quedarnos, llevamos ya dos meses asentándonos y estamos felices. No podíamos más». No doy crédito. Le llamo. Da apagado. No tiene cobertura, pienso. ¿En qué pueblo estará? Al rato me devuelve la llamada. «Estaba telereunido, la cobertura aquí es buena. En Aragón estáis mucho mejor de lo que imaginaba. ¡Este pueblo tiene de todo!». Está entusiasmado. Me cuenta toda su felicidad. Está teletrabajando en el mismo periódico, va y viene a Madrid cada dos semanas en Ave y mantiene su actividad normal. Está perfectamente conectado en un municipio de mil habitantes. Ella también teletrabaja, es ingeniera. Viven, pueden ahorrar y viajar. Disfrutan la calidad de vida rural, de la familia y los amigos y (cuando el covid lo permita) darse algún homenaje madrileño que no podían permitirse pese a tener los dos un buen empleo. Los costes de vida y los ritmos les resultaban asfixiantes, y el covid ha sido la gota final. Son unos valientes que se han dado cuenta de cómo poner en la balanza lo que verdaderamente importa y cuyas empresas han entendido las ventajas de la flexibilidad y el teletrabajo. «No ha sido una idea precipitada, llevamos tiempo valorándolo y conocemos la zona. Creo que si podemos compaginar el trabajo esto va a ser para mucho tiempo…Estoy a dos horas de la playa, tres de Madrid, a 5 minutos del centro de salud. Puedo ahorrar, respiro aire limpio, conozco a gente maravillosa que nos ha acogido fenomenal, y el pueblo es una preciosidad», me cuenta. Es como escucharme a mi misma. Recordamos viejos tiempos y cómo yo me vine a Alcañiz hace ya también 14 años covirtiéndome en defensora ruralista cuando confiar en el potencial de los pueblos no estaba de moda. Como ellos, muchos jóvenes en edad de construir un proyecto de vida familiar están tomando decisiones que hay que facilitar urgentemente. Allanarles el camino para que puedan arraigarse es una de las oportunidades que nos brinda el covid-19.

Esta es mi buena noticia de la semana. Os la quería contar porque no hay quien vea la luz estos días en los que ni el malabarista más experto se atrevería a avanzar en este camino de pinchos que atravesamos. La incertidumbre es un abismo cuyo vértigo llevamos casi ocho meses esperando a saltar. Pese al covid acorralándonos, impidiéndonos ver el horizonte más cercano, unos datos de contagios que espeluznan, y unos políticos inmersos en una moción de censura de bochorno, hay vida más allá, incluso en el medio rural. Los pueblos de Aragón, a los que se ha protegido con el confinamiento perimetral de las capitales, aún podemos movernos entre nosotros. A partir del lunes, lo haremos solo comiendo bocatas de excursión o tapeando en terrazas, pero, dadas las circunstancias, es una enorme ventaja de la ruralidad. Hay rayos de luz otoñal en nuestros pueblos, donde solo los valientes ven belleza en la caída de la hoja.

Eva Defior