La crisis económica derivada de la emergencia sanitaria trastocó tres años de crecimiento económico ininterrumpido. Tras los años perdidos por la crisis económica de 2008, la economía española volvía a superar los niveles de riqueza previos a la recesión, pero entonces llegó el COVID-19.

Esta vez, el consenso de las previsiones apunta a que la recuperación se prolongará durante dos años, confiando en que en 2022 el nivel de riqueza de la economía española y también de la de Aragón, sea el mismo que existía a finales de 2019.

Ahora como entonces, las políticas públicas impulsadas desde todos los niveles de la Administración han contenido tanto los efectos como la duración de la crisis.

Era lo que se esperaba, al menos sobre el papel, porque el contrato social de las democracias liberales europeas implica justamente que los Poderes Públicos deben adoptar una actitud proclive al crecimiento económico que es el que debe de ser capaz de mejorar el nivel de bienestar de todos los ciudadanos. La insistencia en la necesidad de crecer económicamente se explica porque, como se ha probado empíricamente y conviene no olvidar, es el mejor remedio para mejorar el nivel de vida de toda la población, incluidos por supuesto los menos favorecidos.

En este punto, la verdad es que los últimos datos sobre desigualdad y pobreza en España no invitan al optimismo. De un lado, porque nuestro país afrontó la crisis COVID-19 con unos niveles de desigualdad muy elevados teniendo en cuenta nuestro nivel de riqueza y tamaño. De otro lado, la tendencia en los últimos treinta años ha sido un incremento de la desigualdad que los periodos de bonanza no han sido capaces de corregir. Dicho con otras palabras, la reducción de la desigualdad en los años de crecimiento es insuficiente para compensar el aumento de la misma cuando la economía se contrae y esto a pesar del efecto del sistema de impuestos y prestaciones que tienen este objetivo.

De la combinación de todo esto, se desprende que la desigualdad en España mantiene una tendencia creciente, que incrementa, además, el porcentaje de población vulnerable, esto es, expuesta negativamente y en mayor medida a los efectos perversos de las crisis económicas.

No obstante, la historia anterior ni tiene por qué seguir de la misma manera ni, a mi juicio, debe de seguir así. El contrato social tras el COVID-19 debe ser plenamente consciente de que incrementar a cada crisis el porcentaje de población que se queda atrás es intolerable, por lo que es la hora de diseñar un verdadero sistema de protección social para el siglo XXI.

Para ello resulta crucial una reforma del sistema que incremente su eficacia e incentive realmente una salida de la pobreza en las situaciones de más necesidad. En la experiencia internacional hay ejemplos, como el impuesto negativo sobre la renta, que han mostrado su efectividad para reducir la pobreza de los colectivos más vulnerables, como las madres de hogares monoparentales. Es solo un ejemplo, pero queda al alcance de la mano.

Ojalá un pacto de Estado para la reforma de las políticas públicas de bienestar pudiera ver la luz, porque sería el mejor legado que esta pandemia podría dejarle al futuro.

Santiago Ligrós. Coordinador del Consejo Aragonés de Cámaras