Desde finales de enero acudo diariamente a mi puesto de trabajo en Zaragoza, el cual está prácticamente enfrente del Hospital Miguel Servet, de sobras conocido entre los lectores.

El azar quiso que mi actual vivienda esté igualmente cerca de él, por lo que la imponente estructura se yergue presente también cuando voy al parque grande, justo a la zona trasera del centro, para hacer deporte.

La realidad es que me gusta que esté en el epicentro de mi zona de movimiento urbana, ya que, más que un macabro aviso al puro estilo memento mori, lo siento como un recordatorio diario de que aproveche mi vida y no me deje engatusar en demasía por los quehaceres laborales. Es una evaluación constante del grado de importancia que deben tener las actividades que hago, y, para ser honestos, qué poca relevancia tendrán el día que me toque entrar por esas puertas, pardiez.

Hace pocos días yo estaba precisamente saliendo del trabajo terminando una tarea digital en mi móvil personal mientras iba hacia casa. Estaba absolutamente enfrascado en ella, pues me gusta mucho lo que hago, por lo que no asimilé la racha de cierzo que sobrevino, reaccionando a toro pasado cuando una sombrilla metálica cayó con estrépito cerca de mí.

Mientras procesaba el hecho, hice un rápido recorrido visual en el que aparecieron por orden la malograda pérgola, el trabajo de mi móvil y la paciente espera del Miguel Servet, a unos metros de la acera en la que estaba. Si el edificio tuviera personificada el habla, no me cabe ninguna duda de que me hubiera comentado algo así como: «Ay chaval, no has estado lejos de dejar todo lo que tenías que hacer y venir a visitarme un rato».

Todo este escenario mental transcurrió en unos pocos segundos antes de emprender de nuevo mi camino; nadie apreció que me parara, como si la caída de objetos pesados no fuera conmigo. No obstante, yo ya estaba con mis cábalas del no somos nadie, y es que un simple hecho fortuito como aquel hubiera desbarajustado mis prioridades, poniendo el foco en lo que importa de verdad.

Es por ello que me gusta reflexionar sobre dichas prioridades, con o sin sombrilla mediante que esté dispuesta a agitar el argumento de mi vida. Tales elucubraciones solo pueden tener una lógica en la interpretación del no somos nadie, pues considero más acertada una variante en la que el centro de control está en mí: no soy de nadie. Es trabajo de cada uno cultivar esa lógica y estimar el poder de agentes externos en el día a día.

Rubén G. Bielsa. Marasmos