Desde siempre la luz – y lo que ella facilita- ha sido una necesidad y un derecho fundamentales. Los creyentes la ensalzan como una de las creaciones taumatúrgicas del Hacedor, los poderosos la protegen con sus leyes, los seres humanos dependemos de ella y las compañías eléctricas utilizan su Nombre en vano (la luz no se hace si no pagáis más) para extorsionar a los ciudadanos con la indiferencia o la hipócrita beligerancia de algunos políticos al uso, quizá futuros usuarios de las «puertas rotatorias». Montaigne nos aleccionaba: «la política no puede reducirse a la moral…pero tampoco puede someterla ni abolirla». Nadie pide ya honestidad a la política, ya que por definición la política busca el poder, no la honestidad. Es patente en el asunto de la brutal subida del recibo de la luz en plena crisis sistémica (la unión de varias crisis sectoriales convergentes: petróleo y gas, climática, financiera, sanitaria, laboral, etc.) Más de tres meses de desgaste político para los que están en el poder y para una oposición vocinglera que de hecho está tan involucrada en este tsunami energético social como sus «compañeros» de las trincheras de enfrente en el Congreso. Aunque ahora abanderan el anatema contra el Gobierno, la memoria histórica los pone en un lugar semejante. Parece que hace falta recordar que empezó Felipe González a privatizar y que Aznar terminó de hacer un corral privado con la privatización de Endesa y la declaración del libre mercado, que se nos vendió como una ventaja para el consumidor.

A partir de ese momento hemos vivido momentos de incertidumbre e irritación con el dichoso recibo de la luz, para acabar pagando una de las tarifas más altas de Europa (donde, por otro lado, hay 50 millones de hogares en pobreza energética. En 2016 se anuló en España por el TS el bono social, que abarataba la luz para las clases más desfavorecidas, gracias a un recurso de EON España y Endesa (el lobo disfrazado de Caperucita Verde se merienda a la abuelita y a los cazadores).

Pero de pronto, el 14 de setiembre pasado, el mago de «sanchOz» se saca un osado conejo de la chistera con su talante triunfalista de costumbre: que las eléctricas asuman su cuota de responsabilidad en esta ruinosa subida. Los palacios y chalets de lujo temblaron y las colmenas de los arrabales y los pisitos de la clase media baja resplandecieron de estupor. A cambio, el lobo de los kilovatios, sacándose el disfraz de Caperucita Verde, amenaza con cerrar las nucleares (lo cual en sí mismo debería ser un delito contra la estabilidad energética de la sociedad, a la altura psicológica de un acto de terrorismo, y una barbaridad técnica). La maniobra del Gobierno podría suponer -caso de que se lleve a cabo- un trasvase de unos 3.000 millones de euros del oligopolio eléctrico y gracias a ello un 30% menos en el recibo de la luz que pagamos cada ciudadano Una medida excepcional que puede, o no, ser renovada.

Se está creando un momento muy especial, gracias a la concatenación de crisis: la oportunidad de que la coalición en el Gobierno sea coherente y blinde, como bien público que es, la energía eléctrica y sus precios. No como Noruega, que es un ejemplo difícil de seguir, pero sí convertir el sector por ley (nacional o comunitaria -art.5 de la directiva 944/2019- ) en un ente público «tal como lo exige el interés general». Pero esto, bien lo sabemos, es una utopía política y económica en nuestra sufrida España. Y más si pedimos transparencia total al sector intervenido. Solo hay que ver la reacción casi episcopal de la ministra del ramo, pidiéndole al lobo que sea bueno y deje de dar dentelladas por «empatía social». «Caperucita verde» no puede ir contra su naturaleza. Y su naturaleza es depredadora, en el nombre sacrosanto del beneficio. Lo contrario es pedir peras al olmo..

Alberto Díaz Rueda. Escritor