Te dicen que te quedes en casa, que te confines y pases de viajar a la playa o a la montaña; que te olvides de tus soñadas vacaciones seguras dentro del país; que ni siquiera acudas a la fiesta de cumpleaños de tu primo o a un sarao en la piscina con la familia. Pero piensas: «tendré cuidado» y te piras seguro de que el covid-19 no va contigo en la maleta ni en la bolsa de la barbacoa. Te lo has ganado, claro que sí. Tras semanas de sufrimiento encerrado en casa viendo la tragedia del covid en los informativos, ¡que no podías ni dormir por las noches con tanto muerto!, y te ponías tus pelis y escribías en tus redes para desconectar (¡bendito internet!), disfrutabas haciendo ejercicio en casa, leyendo libros o haciendo vermús por zoom con los colegas. ¡Qué risas con las fiestas en los balcones y las amistades de los vecinos de enfrente! Gracias a ellos, en menos de un mes ya casi habías olvidado que el covid-19 había venido para quedarse. ¿Será eso la capacidad de «resiliencia»? «¿Esa es nuestra virtud humana de sobreponernos a los traumas y varapalos de la vida?», reflexionas.

En fin, el caso es que te vas y te lo pasas de lujo. La mascarilla se te olvida en el coche nada más pisar tu rincón favorito de ocio y, por supuesto, los besos y los abrazos pendientes los multiplicas por mil. Con la primera cerveza empiezas a desconectar y la distancia de seguridad ya no la guardas ni por asomo. Bailas, saltas, sudas y sueñas que la normalidad ha vuelto. Nueva o no, a tí te parece que nada ha cambiado. Pero no es así, y en el fondo lo sabes. Sin pudor, te fotografías y compartes en las redes instantáneas de grupo demostrando lo bien que te sienta el sol del verano. Y nadie te lo recrimina.

A los pocos días un amigo querido te dice que tiene coronavirus. Habéis estado juntos, muy juntos, así que tienes que hacerte un análisis. Te encuentras muy fuerte, pero vas al centro de salud un poco asustado. Hay cola en la calle para hacer PCRs. Esto debe pasarle a todo quisqui. Al día siguiente, te llaman. Has dado negativo. ¡Ya lo sabías! No debe ser tan fiero el virus cuando no te ha contagiado. Te dicen que te confines diez días, que aún puedes desarrollar la enfermedad y quizá des positivo más adelante. A las pocas horas, recibes un whatsapp para ir a darte un baño al masico familiar. Hay 37 grados. «Tendré cuidado. Soy resiliente». Y vas. Y te tiras al agua en bomba. ¡Mascarillas fuera! Por las moscas, no besas a tus abuelos ni a tus padres. Después, ya puesto, quedas a echar unas cervezas en una terraza con amigos. Por la noche tienes fiebre. Y empiezas a sentir el peso de la responsabilidad sobre tu cabeza hueca. Antes de que la doctora te bronquee, comienzas a hacer la lista de rastreo tu mismo con todas las personas con las que has estado y te preguntas si te vas a tener que arrepentir de algo muy grave. Cuánto daño te ha hecho el carpe diem, amigo. Porque no eres resiliente, ni valiente, sino un botarate que, sí, quiere mucho a su gente pero no piensa más allá de las consecuencias de vivir el momento. Y así estamos.

Eva Defior