Pido mis disculpas «a la Ciudad y el Mundo», como decían los Papas antañones. Y pido perdón de antemano porque no resulta aliñado renegar de las convenciones de la patria y la tribu, pero cuando se pondera por ahí repartir mascarillas faciales «anticoronavirus» de artesanía confeccionadas con sábanas viejas remendadas, me daría risa si no me diese miedo. Porque ese peligro con que pretendemos conjurar el ahogo, la asfixia y las diarreas que pueden llevarnos según dicen a la neumonía, o preservarnos de ella doblando un retal de sábana sobre la nariz, me da la misma risa, o parecida, a la que me provocaba la visión de una raya azul recorriendo hace años el pasillo de un importante hospital barcelonés con la ingenua advertencia de «zona estéril», como si los gérmenes fueran capaces de entender el castellano, el catalán o el sánscrito. O aquellos estrernecedores «detentes» forrados de «plexiglas» que nos defendían de los embates del Demonio y la maldad, de las asechanzas de la carne, de los malos pensamientos y de los accidentes imprevistos.

No rechazo personalmente el auxilio de lo espiritual ni lo «numinoso» que se alojan en lo más secreto del sentimiento -tan respetable como el pensamiento por lo menos- pero no es coherente negar lo sobrenatural desde la base y lo racional desde el pensamiento, para aceptar concepciones mediopensionistas, como que el Virus de la Corona vaya a detenerse con un trapo en la nariz si está doblado, cuando los microorganismos obedecen a la lógica abrumadora de la naturaleza, cuando los virus poseen la inercia de los siglos y la memoria de las galaxias como polvo de estrellas.

Eso es los mismo que pretender poner una red de sutil ganchillo para detener la pugnaz agresividad de los espermatozoides desbocados y audaces.

Me contó una vez cierto facultativo –posiblemente tan fantasioso como suelen los pescadores y los cazadores- que un matrimonio acudió porque tenía cuatro hijos que cabían todos en un puño y no tenía el propósito de repoblar la provincia. El médico les habló de temperaturas durante el ciclo, de la opción de la castidad periódica, de la adecuación de los periodos. Pero para los próximos meses se anunciaron novedades. Y bien sea por la «pecaminosa» y malvada atracción de la pareja o porque incumplían las prescripciones del médico -un militante médico practicante- el caso es que se avino a procurarles un procedimiento tan eficaz como el preservativo. Las primeras semanas cargaron con las cajitas de Durex pero a ella debió perecerle que aquel dispendio amenazaba arruinarlos y apelando al instinto del ahorro, se puso a fabricar unos coloristas condoncitos de tela y mientras estaban amamantando al quinto vástago mientras echaban en falta la visita que mas esperaban.

Cundió la alarma y acudieron al ginecólogo. «¿Y ahora que ha pasado? ¡Eso es materialmente imposible!». «¿Cómo que no puede ser si yo misma he hecho lo que usted me mandó?» Y la laboriosa madre mostró en la mesa una colorista colección de bolsitas de colores. «Yo no hablaba de una redecita; yo solicitaba una muralla», creo que dijo.

Ahora creo que recurren la látex, pero ya el mal -¡o el bien!- está hecho. Lo malo es que el templo del Pilar, que no cerraron los franceses en 1808 ni los españoles en 1936, lo ha cerrado el «coronavirus».

Darío Vidal