El espíritu de grupo es inherente al género humano, pero también lo es el espíritu de la resistencia, de rebelarse contra el orden establecido. De cuestionar todo lo que se ha venido acatando hasta el momento y buscar una pretendida libertad. Un porcentaje relativamente reducido de humanos lo sabe. Y sabe todas y cada una de las técnicas para usar, en ocasiones, esa rebeldía y canalizarla hacia sus intereses, para domesticar a una especie doméstica que sin embargo no olvida que algún día fue tan libre como los pájaros que pueden escapar de sus depredadores.

A menudo surgen grupos de rebeldía, como los negacionistas del virus o quienes afirman que la tierra es plana. Lo de menos es que tengan razón o no. Lo importante es el hecho de que van contra lo oficial. Contra lo impuesto por otros. Y eso hasta cierto punto no es malo. Al revés: es muy bueno.

Muchas veces reflexiono sobre el papel del dinero. El dinero es una ficción, una ilusión. Sólo es papel, y pronto, si al final los poderes fácticos imponen su criterio, ni tan siquiera eso: será algo completamente digital e intangible; algo susceptible de ser «hackeado» y manipulado una vez más. Un simple dígito en la pantalla de un dispositivo electrónico. Sin embargo con esa ficción los gobiernos nos atenazan. No hablo de los gobiernos de un signo o de otro, pues a fin de cuentas los colores políticos son las manos complementarias de quienes se erigen en dueños del mundo y las siglas se terminan convirtiendo en irrelevantes. En base a un trampantojo invisible somos encadenados por deudas, por intereses bancarios y por unas leyes que sólo ha escrito gente igual que nosotros.

Me parto de la risa cuando dicen que «los españoles nos hemos dado una Constitución» o unas leyes. Es la más denigrante de las falacias cuando son otros quienes nos han dado a elegir entre A ó B, entre 0 ó 1 en una visión del mundo absolutamente binaria, en blanco y negro. Eso no es libertad. No es libertad que nos cobren por heredar lo que nuestros padres y abuelos levantaron con sudor y callos en las manos. Ni tampoco que nos impidan movernos de un sitio a otro sin tener que dar cuenta permanente de quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Ya ven, las preguntas eternas de la humanidad nos las hace responder «ipso facto» la Administración en cualquier momento, y nosotros, sumisos, las respondemos con el miedo de los chavales que han sido pillados copiando en un examen.

Pero ¿saben qué es lo más grave? Que nos hacen creer que estamos en una democracia y que nosotros tenemos el poder de decidir. ¿El qué? ¿A dónde ir? ¿Dónde vivir? ¿Si podemos fumar o no? ¿Cómo vestirnos? Eso no parece posible, ni en España, ni en Europa, ni prácticamente en ningún país de este mundo.

Verán: cuando se quiere imponer una medida restrictiva siempre se justifica por una razón de fuerza mayor: desde 2001 los pasajeros de avión pasan por más controles que los presos de una cárcel: ni siquiera pueden llevar con ellos una botella de agua que no hayan comprado previamente en el aeropuerto. Se alegó que era por seguridad para evitar atentados como el de aquel 11 S de 2001. Pero la medida perdura hasta nuestros días. Ahora se multa a quien no lleve una mascarilla. Podemos entenderlo por razones de propagación de una pandemia, aún a costa de los inconvenientes que conlleva para personas enfermas como los asmáticos. Pero, si la pandemia remite, seguramente tendremos que continuar con las mascarillas. También por razones sanitarias se ha prohibido fumar en las terrazas. Les apuesto que esa medida no será retirada tampoco cuando la COVID-19 sea un penoso recuerdo. Y a mí, personalmente, aunque no soy fumador, sino todo lo contrario, me parece muy mal. Por el hecho de que en realidad no se trata de una medida sanitaria sino de una vuelta de tuerca más para atenazarnos poco a poco, sin que nos demos cuenta, según un plan pergeñado por alguien, a quien (y esto es lo peor), ni siquiera le conocemos la identidad.

Sin embargo, siempre queda esperanza. Y esa esperanza pasa por resistir. A más ver, amigos.

Álvaro Clavero