A veces no podemos evitar irnos por los cerros de Úbeda, pero yo hoy me voy a dar un paseo por mis calles alcañizanas del recuerdo.

Qué importantes son las mujeres que nos cuidaron en nuestros primeros pasos de la vida. Es el pensamiento que ha aflorado en el momento en que estaba preparándome un tentempié a base de pan untado con una crema de cacao. Es tan diferente el sabor al que tenía el mismo bocadillo unos cincuenta años atrás… Y como eso, muchas otras cosas. Que sí, que la nostalgia gastronómica es una de las más intensas, y me invade asociada, cómo no, a mi madre, mis abuelas y mis tías abuelas, alcañizanas igual que yo.

De cría pasaba mucho tiempo con mi hermana Belén en casa de unas o de otras, ya que mi madre necesitaba ayuda para navegar con la prole, como todas las progenitoras de familia numerosa. De mi tía Ángeles recuerdo aquellos maravillosos bocatas de pan crujiente con nocilla, la buena, la de antes, negra, con un sabor a chocolate que no he vuelto a probar, en un piso de la calle Blasco muy amplio y divertido, lleno de juguetes que compartía con nosotras mi prima Maricarmen; y risas, muchas risas. Mi tía Sara, que vivía junto a mi tío José y mis dos bisabuelos en un bloque del incipiente Vivero, nos cocinaba apetitosos platicos acompañados del mejor tomate frito casero, supongo que hecho con los ejemplares más hermosos del pequeño huerto que cultivaban a escasos metros de su vivienda. En casa de mis abuelos paternos, en la calle Trinidad, es donde más tiempo convivimos, tanto afuera con los vecinos, como adentro, donde podíamos perdernos en las diferentes estancias propias de agricultores: puerta falsa con gatera, patio, establos, alcobas, terraza con gallinero, altillo-almacén, hogar con cadiera… Todavía puedo oler el humo del fuego que nos calentaba y el de los guisos de mi abuela Agustina ‘la Jordana’ destacando sobremanera las albóndigas y los canelones: esa carne picada, ese perejil, y esa bechamel con leche natosa, todo tan auténtico y delicado a la vez. A mi abuela Vicenta, aunque vivía en Valencia, también tuve muchas oportunidades de disfrutarla, en los innumerables viajes que hasta allí hacíamos en familia. Siempre nos esperaba con la tortilla francesa más rica del mundo junto a una fabulosa ensalada: la sencillez que sabía a gloria. Su sonrisa contagiaba la frescura levantina y su sorna delataba el origen maño, siempre Alcañiz en su corazón; el sabor de su exquisita paella combinaba ambas matrias. Y qué decir de su hija, mi madre Carmen: de sus humildes manjares he conseguido adoptar unos cuantos en mi cocina, aunque ya se sabe que como comer en casa materna…, con esos sabores especiales y exclusivos, no hubo ni hay nada comparable. Primero fue en la calle Mayor, después en la carretera de Zaragoza, luego llegó el Paseo Andrade y ahora en el punto medio del círculo. Desde mi infancia hasta hoy parece que mi hogar ha estado marcado por un río, el Guadalope, un parque, la Glorieta, y una fuente, la de los 72 caños.

Todos estos lugares han cuidado de mí, me han visto jugar y me han ayudado a crecer. Pero sin esas mujeres, las que hicieron de madres y la mía de verdad, sin su generosidad, sin su tiempo, sin su mimo, sin su cariño a raudales, yo no sería yo. Infinitas gracias.

Marisa Lanca. Una de cal y otra de arena