Resulta apabullante la facilidad con la que en los medios nos hablan de esta cifra redonda, mil millares según la rae, mil miles para que nos entendamos, un uno seguido de seis ceros, un millón.

Si hablamos de dinero contante y sonante, léase euros o dólares, a una se le desborda la capacidad cognitiva cuando se dice en plural: millones, pues viene a ser algo inalcanzable para los normales de a pie, que no manejamos presupuestos ni municipales, ni autonómicos, ni estatales. Y las cifras corrientes que solemos barajar no sobrepasan, salvo en contadas ocasiones, las 3 ó 4 cifras. Como mucho, usamos ‘millones’ para expresar en sentido figurado las veces que hemos dicho una cosa a alguien, la cantidad de litros de agua que se desperdician, el número de habitantes de un país, los que nos puede tocar en la lotería, cosas así…

Pero cuando se oye o lee la noticia de que algún político se ha agenciado una vivienda de un millón de euros, o que un mindundi de cargo ha cobrado una comisión de varios millones de euros con contratos de dudosa índole, y ya, el novamás: los beneficios multimillonarios de los principales bancos de este país, se nos gesta un nudo en la garganta que nos impide deglutir cualquier otra cifra en cuestión. Qué insultante tamaña desvergüenza de números para el común de los mortales, que tratamos tan sólo de sobrevivir o vivir dignamente pagando facturas e impuestos como buenamente podemos.

Hablando de impuestos, y revisando la historia, existe otra acepción del término que nos ocupa. Los «Millones» fueron durante los siglos XVI y XVII un impuesto instaurado por Felipe II y aprobado por las cortes de Castilla, que se aplicaba sobre el consumo de lo que entonces se consideraba como las seis especias: aceite, vino, vinagre, carne, jabón y velas de sebo. Previamente se había elaborado lo que se llamó «El libro de los millones», un censo del año 1591 de las tierras pertenecientes a la Corona castellana como base para recaudar el nuevo impuesto. El objetivo era proveer a la misma de 8 millones de ducados durante 6 años, lo que eran 500 millones de maravedís cada año, extraídos a los contribuyentes a través de esos alimentos. En 1626 el impuesto aumentó hasta los 4 millones de ducados al año con nuevas cargas al papel, la sal y el embarque en puertos. A partir de 1668 la renovación era automática, pero la complejidad del sistema fiscal hizo que para el cobro de estos «servicios de millones» se establecieran los llamados «cientos». Todo esto, junto al incremento del precio de las materias básicas, llevó al empobrecimiento de la población castellana. El reino de Aragón, con régimen foral propio, lógicamente estaba exento de estos pagos. Manejaba otros impuestos, como el del ‘monedaje’: tributo de un maravedí por fuego, pagado por las poblaciones a la Corona Aragonesa a cambio de que garantizase la estabilidad de la moneda, que no disminuyese la ley y el peso de la misma y provocase con ello la inflación. Otro nivel, vamos. Y otro cantar.

Y mi cantar y el de mis cifras se resumen fácil: millones de gracias por leerme, una vez más.

Marisa Lanuza. Una de cal y otra de arena